Historias

Comienza la Aventura


“Las 13 monedas” estaba atestada de gente, como casi siempre. Situada en la parte más baja de la ciudad de Almas, la taberna daba cobijo a toda suerte de individuos de casi todas las razas y condiciones sociales. En una mesa en un rincón, una extraña comitiva se encontraba reunida. Lo insólito de tal grupo atraía las miradas de los parroquianos pese a que estaban acostumbrados a la presencia de especímenes de toda calaña. Dicha comitiva la componían un humano rapado vestido de forma exótica, un elfo envuelto en una túnica amplia color granate, un enorme semiorco con una sobrevesta descolorida y ajada y un gran espadón colgado del respaldo de su silla y un niño de 8 años cuyas piernecitas colgaban de la silla sobre la que estaba sentado sin llegar a tocar el suelo. Se inclinaban sobre sus jarras de cerveza y zarzaparrilla debatiendo encima de un papel que el pequeño leía, marcando la lectura con su dedo índice. Parecían estar negociando algún tipo de acuerdo, lo cual resultaba mucho más extraño todavía.

Mickey, como se presentó el zagal, sostenía un pergamino que leía con cierta dificultad.

- Por la presente, me comprometo a cumplir el contrato que aquí firmo y suscribo cada palabra en él reflejada a cambio de la suma de 6000 piezas de oro.

El niño terminó de leer con cara de satisfacción y acto seguido miró tímidamente a sus compañeros de mesa.

- Eso es lo que pone –concluyó.
- ¿El medallón? –preguntó con su voz melodiosa el elfo tras un breve silencio.

Mickey dio un respingo y se apresuró a rebuscar en su bolsa. Tras una breve búsqueda sacó un medallón plateado del tamaño de una naranja y lo dejó encima de la mesa. Los otros tres lo miraron con curiosidad. El elfo, tras una mirada interrogatoria lo cogió en la mano y acercó el candil. Lo sopesó unos instantes, dándole varias veces la vuelta mirándolo a la luz de la vela.

- ¿Así que con eso identificaremos a nuestro objetivo? –preguntó el humano, abriendo la boca por primera vez desde que se habían reunido.
- Eso dice el contrato –respondió el elfo, dejando claro que no les quedaba otra alternativa que confiar en las palabras que el niño acababa de leerles.

Además del medallón, dichas palabras mencionaban un objetivo y una tarea. Hablaba de un mago, dignatario de una nación enemiga que se hallaba de incógnito en la ciudad. Según el pergamino, se encontraba realizando labores de espionaje. Probablemente iría disfrazado, seguramente de forma mágica pero con el medallón serían capaces de identificarlo en su forma natural. Se incluía un retrato detallado del mago, de nombre Idarion, que mostraba a un hombre curtido, de poderosos hombros y pecho amplio con un cabello cano y largo, que le caía por debajo de los hombros y una barba recortada y bien cuidada. El objetivo era claro: acabar con su vida de forma discreta, sin que se sospechara que había sido un asesinato.

El niño acabó su bebida y se bajó de la silla, dispuesto a marcharse. El semiorco, con pesadez, alargó la mano y lo agarró de la solapa.

- ¿A dónde vas? –rugió-. ¿Cómo sabemos que cobraremos el trabajo?
- Nnnno, lo sé –gimoteó el pobre chaval-. Yo solo tenía que entregaros el pergamino y el medallón.
- Deja al chaval, esas cosas suelen indicarse en el contrato.

El humano cogió el pergamino a la vez que posaba una mano en el antebrazo con el que el semiorco mantenía agarrado al pilluelo. Leyó a toda velocidad y le mostró lo que buscaba al imponente humanoide.

- ¿Ves? –le indicó-. Aquí hay una dirección.

El semiorco soltó a su presa, que salió de la taberna como alma que lleva el diablo, al parecer satisfecho con la información recibida. El humano le hizo un gesto de asentimiento.

- Mi nombre es Drell –anunció-. Al parecer seremos socios durante este trabajo.
- Kervar, a vuestro servicio –intervino el elfo con suma cortesía.
- Buluc –se limitó a responder el semiorco.

Tras las presentaciones, se dedicaron a discutir los pormenores de la misión, como buenos profesionales. Ninguno preguntó a los demás las circunstancias que les habían reunido en aquel lóbrego antro para realizar un trabajo tan particular aunque todos sentían cierta curiosidad y también cierto recelo, nada fuera de lo habitual en ese tipo de reuniones.

Kervar era un elfo relativamente joven para los cánones de su raza. Se dedicaba al estudio y práctica de la magia y era competente en su trabajo. Por algún motivo, había decidido emprender una vida de aventurero pero el estudio de su arte exigía importantes fondos, de los que no andaba precisamente sobrado, por lo que aceptaba algunos trabajos para poder costearse los materiales necesarios para su dedicación. Además, en este momento atravesaba una situación particularmente delicada y tuvo que reducir sus exigencias de los empleos que le ofrecían, lo que le importunaba sobremanera. Como elfo que era, pensaba que estaba por encima del resto de seres vivientes y para él era un escarnio tener que realizar alguno de los trabajos que se veía obligado a aceptar. Un intermediario que conocía de otras ocasiones le había puesto en contacto con su misterioso contratador.

Drell era un humano que pasaba la veintena. Vestía unos sencillos pantalones de lino gastados, que en su origen debieron de ser blancos y una camisa del mismo material color ocre, atada con cintas de cuero azules. Se calzaba con unos sencillos zapatos de tela con la suela apenas reforzada. Llevaba la cabeza rapada al cero y sus ojos de color azul eran profundos y tranquilos. Al parecer, conocía este empleo y no era muy ajeno a este tipo de contratos. El patrón se había puesto en contacto con él, quizás debido a su éxito en trabajos similares anteriores.

El último componente del extraño grupo era un enorme semiorco que respondía al nombre de Buluc. Poseía los rasgos típicos de los orcos: complexión imponente, piel recia y verdosa, grandes caninos, pelo tieso como cerdas, ojos pequeños y orejas puntiagudas pero suavizados por su sangre humana lo que le daba un aspecto levemente más civilizado. Se dedicaba a la adoración de Gorum, dios de la batalla, y se empleaba en cualquier trabajo que implicara tener que usar su gran espadón, que siempre tenía a mano, y que pagaran generosamente. Se habían puesto en contacto con él haciéndole llegar la noticia de esta reunión y, como en este momento se encontraba desempleado, decidió acudir para ver de que se trataba.

Según los informadores de su esquivo pagador, el dignatario objetivo se alojaba en alguna finca de un alto cargo que incluso podría tratarse de un miembro del Consejo de la ciudad. Además, en el informe se indicaba que solía frecuentar “La concha dorada”, un burdel de lujo sito en la parte pudiente de Almas. No tenían mucho más aunque era suficiente, al menos para empezar a investigar. Como era media tarde, decidieron ponerse en marcha de inmediato pues parecía tan buen momento como cualquier otro para ponerse manos a la obra.

- Un momento -Drell los detuvo antes de que terminaran de levantarse.

Con un gruñido, el clérigo semiorco volvió a sentarse, lanzando al humano una mirada de disgusto. El elfo no había llegado a incorporarse y miró a su compañero con curiosidad.

- ¿No os habéis preguntado acerca de nuestro patrón? –inquirió-. Es decir, conozco este tipo de trabajos pero aquí hay algo que me escama.

Incómodo al tener la atención de sus dos compañeros de armas, Drell se removió en su silla. Estaba claro que no estaba muy acostumbrado a hablar en presencia de otros. Se aclaró la garganta antes de proseguir.

- Los motivos de la petición parecen claros: algún tipo de poder leal a Almas y a Andoran no está dispuesto a tolerar la presencia de actividad enemiga en sus fronteras y quiere deshacerse del elemento de discordia sin provocar un conflicto –sus interlocutores asintieron con la cabeza-. Sin embargo no conocemos nada sobre quien nos contrata, ni él conoce nada sobre nosotros, o eso creo. ¿No sería más sensato encargar este asunto tan delicado a alguien de confianza? Almas es una ciudad enorme y el Consejo debe contar con gente especializada en este tipo de cometidos.

Cuando finalizó de hablar se hundió en la silla, como si se encontrara exhausto o avergonzado tras haber pronunciado tantas palabras seguidas. Buluc fue el primero en responder, tras un corto silencio.

- A mi me preocupa poco –bramó-. No tengo ninguna lealtad política con ningún país. Mientras paguen, podrán contar con mi espada.

- Si, pero a nuestro compañero no le falta razón –intervino Kervan-. Podría ser una trampa y nosotros unos simples peones. Aún así, en este momento no tenemos forma de saberlo pero nunca viene mal estar prevenidos.

Drell asintió con la cabeza, mostrando su acuerdo. La voz cantarina del elfo volvió a escucharse.

- Propongo comenzar la misión como estaba previsto y, si tenemos oportunidad, tratar de averiguar algo más acerca de nuestro patrón en el transcurso de la misma.

Ambos parecieron mostrarse de acuerdo, de modo que, sin nada más que hablar, se levantaron de sus sillas y salieron a la calle. La distancia entre la taberna donde había tenido lugar la reunión y el burdel que iban a visitar era considerable, por lo que tardaron más de una hora en alcanzar su destino. Las casas bajas de madera y argamasa y las calles estrechas y sucias dieron lugar a viviendas de piedra y ladrillo y a calles amplias y limpias. El número de transeúntes disminuyó considerablemente al pasar de la parte más pobre a la más pudiente y comenzaron a observar un mayor número de carruajes y sillas de manos transitando por la calzada. El trío, a todas luces fuera de sitio en aquel opulento lugar, notaba las miradas de reproche que sus habitantes le lanzaban al pasar. Al fin, llegaron ante un edificio de madera y ladrillo de 2 plantas, con un letrero de madera colgando sobre la puerta en el que podía leerse el sugerente nombre del establecimiento: “La concha dorada”.

Decidieron observar el entorno y permanecieron un rato vigilando la entrada. En un par de ocasiones, unos carruajes con las ventanas cegadas se detuvieron ante la puerta del local. De los vehículos descendían varios guardias fornidos que formaban una muralla humana. Tras ellos, se apeaba una figura embozada o tocada con sombreros de ala ancha que ocultaban el rostro y se introducía a toda prisa en el burdel. El procedimiento siempre era muy similar, como una suerte de coreografía ensayada. Al cabo de varias horas el elfo y el humano se decidieron a probar suerte y se dirigieron a la puerta. Al llegar, llamaron a la puerta que se abrió para dar paso a un minúsculo recibidor con otra puerta detrás. En el recibidor, un enorme portero de dos metros y medio de altura y aspecto simiesco los miró de arriba a abajo sin disimular su desprecio. Tras el escrutinio, alargó su manaza en dirección a los recién llegados.

-Quince –gruñó.

Drell y Kervar se miraron. El primero metió la mano en su faltriquera, sacó 15 piezas de plata y las depositó en la mano tendida del guarda, quien las dejó caer apenas tocaron su piel, como si quemaran.

- Creo que se refiere a piezas de oro –susurró Kervan, con una media sonrisa.

Drell abrió desmesuradamente los ojos a la vez que emitía un grito ahogado.

- ¡Quince piezas de oro! –exclamó. Luego recobrando algo la compostura preguntó a su compañero- ¿Tú tienes ese dinero?
- Ni por asomo –respondió Kervar, todavía divertido ante la reacción del humano-. Vamos, será mejor que demos media vuelta.

Volvieron a salir a la calle e informaron a Buluc de su fracaso. Como el semiorco no quiso saber nada de pagar semejante suma decidieron buscar otras vías de acceso y rodearon el edificio. Cuando se encontraban en un sucio callejón lateral, considerando la posibilidad de utilizar la puerta de servicio, Drell oyó un pequeño rumor en la parte delantera. Advirtiendo a sus camaradas, se dirigieron hacia allí a tiempo para ver a un personaje salir a empellones de “La concha dorada” jurando maldiciones mientras prometía no volver a hollar el establecimiento en su vida. La puerta se cerró tras de él, que continuó unos segundos más profiriendo lo que se suponía que eran los peores insultos que conocía y que hicieron sonreír a Buluc.

- En mi tribu, esas son las palabras de amor que se susurran a los recién nacidos –dijo con sorna.

El individuo se dio al fin por vencido y se dio media vuelta, alejándose del local. Caminaba de manera vacilante, en visible estado de embriaguez. Sus ropas se veían lujosas pero iba muy desaliñado, con la camisa por fuera, los calzones medio sueltos y la chaqueta en una mano. Hablaba para si mismo, balbuciendo y escupiendo de vez en cuando. Los tres vigilantes se miraron entre sí y, sin necesidad de decirse nada, comenzaron a seguirlo por las calles de Almas.

La persecución los llevó por un buen número de avenidas, plazas y parques, todos amplios, perfectamente cuidados, limpios y con abundante tránsito por lo que les fue imposible abordar a su presa durante un tiempo. Esta parte de la ciudad difería completamente de la zona donde se habían alojado durante los últimos días. Drell pensó que este sitio se adecuaba como un guante a las características de Kervar, con su porte y majestuosidad elfas pero Buluc y él debían de verse como una vaca nadando en mitad del mar. Así que procuraron pasar desapercibidos hasta que se presentara la oportunidad. Ésta hizo acto de presencia en un pequeño parque, algo alejado de las vías principales y semioculto por la oscuridad creciente y el frondoso follaje. El perseguido pareció ser consciente y se detuvo de golpe, probablemente tratando de recordar el camino a su casa. El elfo y el semiorco, mudos, miraron a Drell reveladoramente.

-No creo que sea una buena idea –advirtió-. No se me dan bien este tipo de cosas.

Los otros no mudaron su expresión y el humano se vio avanzando hacia el desvencijado hombrecito, que parecía hallarse completamente perdido.

- ¡Buenas tardes! –exclamó Drell cuando llego a su altura, quizás un poco más alto de lo aconsejable-. ¿Se ha perdido? ¿Busca llegar a su casa? Quizás yo pueda ayudarle.

El interpelado se apartó rápidamente, sobresaltado, al ver aparecer de la nada a tan particular individuo.

-Nnnnnno, no, no hace falta de verdad –balbuceó mientras retrocedía asustado.
-No tenga miedo no voy a hacerle nada, de verdad –compuso Drell, tratando de mostrar su mejor expresión de amabilidad-. Solo le he visto por aquí de casualidad y me he parado a ayudarle, ¡no sea desconfiado!

Acompañó sus últimas palabras con lo que pretendía ser un golpe amistoso en el hombro.

-¡Ay! –exclamó el hombrecillo, llevándose la mano al hombro que Drell había golpeado con demasiada fuerza. Éste no sabía que hacer, miró en dirección a donde estaban sus compañeros con cara de “os lo dije” y, para su alivio, vio que Kervar se dirigía hacia ellos.

-¿Qué ocurre aquí? –intervino con su voz melodiosa-. ¿Le está molestando este señor?

El otro hombre miró de arriba abajo al recién llegado y, tras unos breves instantes de duda, pareció decidir que se sentía más a salvo con el agraciado elfo que con el humano rapado que le había golpeado salvajemente en el hombro.

-No, no –se excusó Drell-. No quiero problemas, ya me iba.

Tras esto se marchó por donde había venido, perdiéndose en las calles de la ciudad hasta reunirse con Buluc. Cuando llegó a donde estaba, se encogió de hombros a modo de disculpa.

En el parque, Kervar parecía haberse ganado el favor del noble, quien además parecía haberse recuperado parcialmente de la borrachera.

-Muchas gracias–agradeció-. No sé lo que habría pasado de no haber aparecido vuestra merced, pensé que esa gentuza iba a robarme.
-No ha sido nada, sería un pobre diablo que querría pedirle una limosna –dijo Kervar, modesto-. ¿Iba a alguna parte? Si quiere le acompaño señor…
-Robert –contestó el noble, más animado-. Será un placer disfrutar de su compañía.
-¿No está sediento? Creo que podríamos ir a una taberna a degustar un delicioso vino –propuso el elfo.
- La verdad es que un trago me vendría bien –respondió el tal Robert-. Casualmente conozco una taberna a la vuelta de la esquina.

Echaron a andar y, efectivamente, a escasos 50 metros se encontraron bajo el cartel de una taberna. Cuando entraron Kervar comprobó que el ambiente difería sobremanera del que reinaba en “las 13 monedas” en el otro extremo de la ciudad. La suntuosidad llenaba cada rincón del establecimiento, con mucha seda, brocado y terciopelo por todas partes. Se sintió un poco avergonzado de su atuendo de aventurero, a lo que contribuyeron las miradas de reprobación de los presentes en la sala. Robert, con la indiferencia o desinterés que otorgan el dinero y la posición, se sentó en una mesa en el centro de la estancia. En cuanto Kervar tomó asiento, el tabernero salió a recibirles. Parecía conocer a Robert y les tomó nota eficientemente, sin alterar el gesto pese al desaliñado aspecto de sus clientes. Al poco les trajo las bebidas y el aristócrata apuró la suya de un par de tragos, pidiendo una segunda al mismo tiempo. Miró a Kervar quien, para confraternizar con su acompañante, hizo lo propio. La segunda ronda de bebidas se alargó algo más y cuando concluyó la mirada del hombrecillo volvía a estar vidriosa y las palabras se arrastraban al salir de su boca. Para la tercera vuelta el noble había recuperado su anterior enfado y su conversación pareció disminuir. El elfo se apresuró a pedirle otra copa.

-Malditos advenedizzz, adevne…
-Advenedizos –le ayudó Kervar.
-¡Eso! ¡Adnevedizos! ¡Malditos todos!.
-¿Está todo bien? –interrogó el elfo con tacto-. ¿Puedo ayudarle en algo?
-¡Es indignante! –estalló Robert, sin oír al elfo-. ¡Llevo años yendo a “la concha dorada” y nunca me había pasado algo así!

Robert balbuceaba las palabras y levantaba el puño en gesto amenazante mientras continuaba despotricando.

-¡Pues no estaba yo con Maritta, como casi todas las noches cuando me dicen que tengo que retirarme que reservaban la habitación, y la chica, para una fiesta privada! –continuó explicando Robert-. Por supuesto me negué ¡pero con solo unas palabras aquél tipo hizo que me echaran como a un perro! ¡A mí!

Kervar disimuló el apremio asintiendo con la cabeza y siguiéndole el juego al noble. Cuando se hubo serenado un tanto preguntó discretamente por el personaje al que se refería.

-No sé quién era, no lo había visto nunca –respondió el interpelado-. Era joven, apuesto y parecía importante. Alguien que se codea con los peces gordos… más gordos que yo quería decir. De hecho le oí decir que mañana iba a reunirse con miembros del Consejo pero no conseguí enterarme de donde provenía ese malnacido.
-¿Dijo dónde iba a tener lugar esa reunión? –preguntó Kervar sin ambages, consciente de que se acercaban a su objetivo y deseoso de poner fin a aquella reunión lo antes posible.

El otro tartamudeó un poco, sorprendido por lo repentino de la pregunta.

-Quizás unos amigos y yo le podamos decir cuatro cosas a ese rufián de tu parte –sugirió Kervar al ver la cara de confusión de su acompañante. Esto pareció animarle y su expresión adoptó un tinte malicioso.
-Estaría bastante bien –contestó, animado-. Iban a ir a los baños por la mañana. Están en la sobre la colina, en la zona norte de la ciudad.

Robert rebuscó entre su chaqueta hasta encontrar lo que parecía buscar. Se trataba de un documento de la citada instalación en el que constaba su nombre y posición y le autorizaba la entrada a cualquier hora. Lo enrolló, sacó su sello y una barra de lacre que calentó a la lumbre de una vela que ardía en la mesa, vertiéndolo sobre el papel y estampando el sello en él para después tendérselo a Kervar.

-Decid que vais de mi parte y os dejarán entrar mientras el sello esté intacto –aclaró-. Y dadle un buen susto a ese bravucón. ¡Una copa para celebrarlo!

Kervar aguantó un rato más pero su acompañante parecía muy acostumbrado a este tipo de actividades, así que cuando salió de la taberna se encontraba bastante mareado y más liviano de equipaje pues, con esa habilidad propia de los que más tienen, Robert había “permitido” que pagara la cuenta. Cuando se deshizo del aristócrata, al que abandonó al dar la vuelta a la esquina, regresó con gesto sonriente a donde se encontraban sus compañeros. Una vez reunidos, se cobijaron en las sombras del pequeño parque y, tras esbozar un par de endebles planes, decidieron encontrarse frente a los baños a primera hora del día siguiente.

La noche pasó sin sobresaltos. Cada uno de los tres se hospedaba en una posada diferente de los centenares que salpicaban la ciudad y por ello al día siguiente fueron llegando por separado al lugar acordado. El primero en llegar fue Drell, acostumbrado a levantarse antes del alba. Al cabo de cierto tiempo llegó Buluc, ansioso por que empezara la acción y por último apareció Kervar, con gesto serio. Sin decirse apenas nada se encaminaron hacia la entrada de los baños, una impresionante construcción de belleza arrebatadora. Como había indicado el desaliñado aristócrata la tarde anterior, se encontraba emplazado sobre una colina en el norte de Almas. Como hizo notar Kervar con orgullo, la mano de obra élfica se hacía notar en la construcción del recinto pues sus murallas, albercas y aljibes trepaban por la falda de la colina fundiéndose con pequeños bosquecillos de arbustos o auténticas masas de árboles como si fueran parte de la misma naturaleza. En lo alto de la formación rocosa se podía observar un edificio que sobresalía por encima del resto.

Franquearon la puerta donde un guardia en una garita les pidió la identificación. Sin titubear, Kervar le mostró el pergamino con el sello del noble y, tras una consulta con un superior los dejaron pasar indicándoles, eso sí, que debían desprenderse de todas su armas y armaduras y dejarlos en el vestuario, con una mirada significativa al semiorco que al caminar hacía un ruido similar al de un pequeño ejército. Se cambiaron y una vez fuera del vestuario comenzaron a explorar los baños. Se componían de varias terrazas, cada una con una piscina diferente y en un paraje diferente, algunas al aire libre y otras en el interior. Fueron recorriendo todo el recinto ascendiendo cada vez más por la colina, hasta que llegaron al singular edificio que había en lo más alto. Tras subir unas bellas escaleras de mármol llegaron a un pequeño estanque, en el que se refrescaban algunos clientes. Tras un recodo había un pequeño bosque bastante tupido y, un poco más allá, un claro con varias estatuas y una piscina algo más grande. Probablemente allí iba a tener lugar la reunión y obtuvieron su confirmación cuando un operario les advirtió que a mediodía debían abandonar estas instalaciones pues habían sido reservadas por un particular. Se metieron en el estanque para disimular mientras conspiraban en voz baja. Poco a poco fueron urdiendo una suerte de plan: permanecerían escondidos cuando desalojaran el estanque y la piscina y después acecharían a su presa contando con la sorpresa de su parte. El tiempo fue pasando y, cuando se acercaba la hora salieron del estanque, internándose en el bosquecillo. Buluc, consciente de que su presencia sería más difícil de ocultar, se separó de los otros dos y se sumergió en un estanque de aguas turbias, utilizando una caña para poder respirar bajo el agua. Kervar y Drell por su parte se tumbaron boca abajo en una zona donde la floresta se cerraba considerablemente, justo cuando un operario subía las escaleras que daban acceso a la zona donde se encontraban para desalojar a quienes se habían rezagado. Dio una vuelta somera por las instalaciones asegurándose que no quedaba nadie y que todo estaba dispuesto. Subieron más operarios a acondicionar la zona y durante el tiempo que estuvieron trabajando no parecieron reparar en la presencia de los tres intrusos, que permanecieron inmóviles como estatuas en sus puestos. Al cabo de un rato se dejaron de oír los ruidos de los trabajadores y desde sus respectivas posiciones pudieron escuchar como daban la bienvenida a nuevos visitantes. Por la deferencia con la que pudieron escuchar que les trataban supusieron que se trataba su objetivo, acompañado de otros individuos. 

Aguardaron un rato más y pudieron escuchar como la comitiva se dirigía a la piscina de mayor tamaño. Tras un tiempo en el que únicamente podían escuchar el chapoteo ocasional que producía el grupo al sumergirse en el agua, Drell decidió tratar de acercarse un poco más. Comenzó a avanzar con cuidado aunque el suelo del bosque se hallaba cubierto de ramitas y hojas que crujían bajo su peso lo que dificultaba la operación. En cierto momento dejó de oír los ruidos que provenían de más adelante y, temiendo haber sido descubierto, se detuvo en el sitio y mantuvo quieto durante lo que le parecieron horas. Al cabo de un rato se reanudaron las voces, por lo que se animó a acercarse más y pudo escuchar como una voz joven y vigorosa hablaba a voz en cuello sobre la cacería que preparaban para el día siguiente. Estuvo escuchando al hombre hablar en una suerte de monólogo hasta que escuchó ruido cerca suya. Poniéndose en alerta, vio aparecer a Kervar, cubierto de ramitas enredadas en su sedoso cabello.

-Creo que deberíamos pasar a la acción –susurró-. No tendremos otra oportunidad como ésta.
-Para ser un elfo eres bastante impaciente –contestó Drell, mientras avanzaba detrás de su camarada.
Justo antes de salir de la floresta Drell reparó en que las voces habían cesando nuevamente y cuando quiso advertir a su compañero notó la afilada punta de una hoja apoyada en su cuello, haciendo brotar una pequeña gota de sangre cuando intentó girar la cabeza para mirar a su atacante.

-¿A dónde creéis que vais? –se mofó una voz femenina.

Una pequeña mujer posaba los pies sobre la espalda de ambos compañeros y empuñaba dos espadas gemelas con las que mantenía a Drell y a Kervar a raya. Pese a lo desesperado de su situación, el elfo pensó rápido y, acordándose de Buluc gritó para alertarlo. El semiorco por su parte, había escuchado suficiente y para cuando escuchó el grito del elfo ya había salido del agua y como una enorme y empapada montaña cargó con un sobrecogedor rugido hacia donde se encontraban sus compañeros. La mujer, alarmada por el gritó, titubeó un segundo, que fue más que suficiente para que tanto Drell como Kervar rodaran hacia un lado, fuera del alcance de las mortíferas cuchillas. La espadachina apenas tuvo tiempo para componer su guardia para hacer frente a la embestida de Buluc y el semiorco la arrolló con su poderoso brazo al pasar. Apenas se hubo levantado Drell se lanzó encima suya, con un golpe lanzado al rostro que la guerrera esquivó a duras penas. Demostrando su habilidad, giró sobre si misma y lanzó una estocada que Drell no tuvo muchas dificultades en esquivar. Buluc se acercó a rematar la faena pero la mujer lo recibió lanzándose a fondo y asestándole una estocada en el hombro que hizo rugir de dolor al semiorco. Con un revés de su manaza golpeó salvajemente a su oponente, lanzándole varios metros hacia atrás. A continuación se oyó murmurar a Kervar, a la par que soltaba en dirección a su enemiga un puñado de pétalos de rosa: ast tasarak sinuralan krynawi. La mujer pestañeo dos veces y, a continuación, cayó profundamente dormida.

El descanso no duró mucho puesto que de la entrada comenzaron a oírse ruidos que inequívocamente procedían de gente de armas. Se pusieron en guardia para ver aparecer a 5 guardias armados con espadas largas y armaduras de cuero endurecido. Kervar fue rápido y dio un paso adelante a la vez que volvía a murmurar. De su mano abierta surgió un chorro de brillantes colores en abanico que cubrió a los atacantes que llegaban a la carrera. Tres de ellos cayeron inconscientes de inmediato y los dos siguientes se encontraron con Drell y Buluc preparados para recibirlos. El humano, siempre veloz, asestó una patada en el pecho al primero, oyendo un tremendo crujido. Aún así, su contrincante se rehízo e intentó alcanzarlo con su espada pero se encontraba muy debilitado y Drell no tuvo problema en esquivarlo. En el mismo gesto le golpeó con el codo en el parietal, acabando con el soldado en el suelo. Buluc por su parte se había hecho con una de las espadas que empuñaba la mujer, una espada ropera de hoja estrecha que parecía un juguete en sus enormes manos. Aunque a todas luces se veía que no sabía utilizar tan exótica arma se las apañó para parar la primera embestida de su atacante. Su contraataque, llevado por la fuerza de la costumbre, consistió en un golpe lateral con el arma que, pese a que la espada no estaba diseñada para herir de esa guisa, la virulencia del golpe hizo saltar varios dientes al soldado. Este se revolvió y le propinó otro golpe al semiorco, que detuvo con una mano mientras con la otra, esta vez sí, traspasó a su enemigo con la espada ropera.
Mientras Buluc se encargaba de los soldados inconscientes, Kervar se acordó de la mujer. Pese a que la escaramuza había sido rápida, el elfo era consciente de que no pasaría mucho tiempo antes de que despertara de su sueño mágico. La reyerta les había llevado hasta el borde mismo de las escaleras que ascendían hasta el reservado y de más abajo oían las voces de los guardias dando voces de alarma.

-Voy a encargarme de la mujer de las espadas –exclamó el elfo agitado, girándose hacia Drell-. ¿Crees que Buluc y tú podéis manejar a los guardias?
-Tenemos que bajar cuanto antes o esto se llenará de guardias y no podremos salir nunca –objetó el humano-. Deja a la mujer tranquila, ya se nos ocurrirá algo.

El elfo sopesó durante un instante las palabras de su compañero. No le faltaba razón y desde abajo volvió a oír los sonidos inconfundibles de guardias armados. Buluc se acercó a la pareja.

-Salid de aquí como podáis, yo intentaré capturar a la mujer -dijo Kervar finalmente-. No os preocupéis, tengo mis recursos.

Drell se encogió de hombros y se giró hacia las escaleras.

-Vamos –dijo al semiorco.

Descendieron las escaleras a toda prisa. Al llegar al nivel inferior se encontraron con otra patrulla que acudía a su encuentro. Buluc se había incautado las armas de los soldados caídos, una espada ancha y varias dagas. Drell, al darse cuenta, pidió una daga al semiorco, que desenvainó la espada ancha en un abrir y cerrar de ojos. Apenas la daga tocó su mano, Drell la lanzó con un violento giro de muñeca contra uno de los guardias que venían a la carrera, impactando en el pecho de su objetivo. No obstante, el acero no traspasó completamente la armadura y aunque el soldado saltó hacia atrás sorprendido y dolorido, reanudó su carrera junto a sus dos compañeros. Confiados en su superioridad numérica, rodearon Drell y a Buluc, que los esperaban en posición de guardia. El humano saltó en cuanto tuvo a sus enemigos al alcance de sus puños, propinando una serie de golpes con manos y pies que alcanzaron a uno de los soldados aunque no lograron acabar con su enemigo. El soldado lanzó un golpe defensivo ascendente con su espada, alcanzando a Drell e infligiéndole un severo corte a la altura del costado lo que le hizo maldecir entre dientes. Con agresividad, giró sobre si mismo lanzando una patada giratoria que alcanzó a su objetivo en pleno rostro, dejándolo completamente fuera de combate.

Por su parte, Buluc paró la embestida de uno de sus atacantes, que aprovechó el ímpetu de la carrera para atacar al objetivo más visible. El otro guardia se animó al ver la acción de su compañero y se lanzó a fondo a por el semiorco, consiguiendo rozarle a la altura del muslo y arrancándole un gruñido. Pero hacía falta mucho más para derrotar al enorme guerrero. Con el puño cerrado golpeó salvajemente a su agresor que acabó tumbado en el suelo, con la columna rota. Con un gesto poderoso, destrabó la espada de la de su otro atacante y, con un empellón, lo envío trastabillando hacia atrás. Completando el movimiento, acabó con la vida del soldado caído. Su compañero, recuperada la estabilidad, volvió a atacar consiguiendo herir a Buluc aunque de forma leve. Éste, ignorando el dolor, acabó con la vida de su enemigo traspasándolo con su propia arma.
En el reservado, Kervar llegó a donde había caído la mujer que los había capturado en primera instancia, descubriendo angustiado que el efecto del conjuro parecía haberse terminado. Aguzó el oído y la vista y, en un instante, la descubrió oculta en unos arbustos. Al saberse descubierta corrió sin disimulo tratando de escapar. Kervar levantó una mano y apuntó hacia la fugitiva que se hallaba a unos 10 metros de distancia. Un golpe de energía cinética la alcanzó por la espalda de forma violenta, lanzándola al suelo. El elfo corrió hacia ella para apresarla pero la mujer lo recibió con una estocada de la espada que le quedaba que falló su objetivo por muy poco. Kervar volvió a levantar la mano y lanzó un nuevo golpe cinético, que impactó en el abdomen de la mujer, dejándola en el suelo completamente desmadejada. Maldiciendo, Kervar se agachó buscando signos de vida en el cuerpo de la mujer pero solo pudo constatar su muerte. Casi simultáneamente, oyó los gritos de varios guardias que lo habían descubierto. Sin tiempo para pensar, corrió hacia el borde del risco, perseguido por un nutrido grupo de guardias que trataban de darle alcance, seguros de su éxito, pues el elfo se dirigía hacia un callejón sin salida. No obstante, al llegar al precipicio, Kervar no detuvo su carrera y, con un salto, se arrojó por el borde hacia una caída de más de 200 metros. A mitad de caída activó su anillo y, súbitamente, la velocidad de su caída disminuyó considerablemente, posándose suavemente en el suelo.

Más abajo, Drell y Buluc, curaron sus heridas como pudieron y continuaron su precipitada huida. Bajaron otro tramo de escaleras y al ver unas túnicas en el suelo, Drell tuvo una idea. Ataviadas con ellas se dirigieron a la salida, siendo interceptados por una patrulla al poco tiempo. Se hicieron pasar por meros bañistas y alegaron que con las prisas y los nervios se habían perdido, quedando rezagados. Los guardias parecieron creerse la historia y, amablemente, les indicaron la dirección de la salida. Se cruzaron con alguna patrulla que se dirigía hacia las piscinas más elevadas sin alterarse y siguieron andando sin detenerse. Cuando llegaron a la salida, un oficial les volvió a detener.

-¡Nombres! –exigió.
-Phillip McMardigan –respondió presto Drell.

El soldado anotó el nombre falso en un papel y miró a Buluc expectante.

-Antoine Fisher –soltó el semiorco con toda naturalidad.

Tras reclamar su equipo, la pareja abandonó la instalación de los baños caminando tranquilamente por su propio pie. Cuando estuvieron lo bastante lejos, Drell soltó una risa ahogada.

-¿Antoine Fisher? –preguntó, divertido-. ¿En serio?


Su hosco compañero gruñó disgustado, sin querer dar más explicaciones sobre su ocurrencia. Drell liberó la tensión acumulada en una sonora carcajada.

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