Buluc y Drell anduvieron sin rumbo durante un tiempo. Cuando
se hubieron serenado, Drell recordó haber oído que los dignatarios, entre ellos
el falso embajador, preparaban una cacería al día siguiente. No tenían la
seguridad de que fuera a celebrarse, y menos tras el incidente en los baños,
pero la verdad es que, ignorantes de la suerte que había corrido Kervar con la
guerrera, decidieron que era lo mejor que tenían para tratar de localizar de
nuevo a su objetivo.
La suerte les sonrió en este caso pues tras deambular algún tiempo por la ciudad, una taberna con el sugerente nombre de “El venado alegre” y el busto de un majestuoso ejemplar de ciervo con su imponente cornamenta, apareció ante ellos. Sin cuestionar tamaño golpe de suerte se decidieron a entrar. En el interior, innumerable trofeos de caza adornaban las paredes por doquier y, a juzgar por sus vestimentas, la totalidad de la clientela la componían cazadores y gente familiarizada con la montería en sus diversas modalidades. Tras las consabidas miradas de los parroquianos el camarero fue a su encuentro. Ordenaron sendas cervezas y explicaron que trabajaban como guardaespaldas de un rico aristócrata extranjero recién llegado a la ciudad. Según la extraña pareja, su señor quería organizar una cacería con varios de sus colegas por lo que los había enviado a averiguar los mejores cotos y solicitar audiencia con los propietarios. La verdad es que ninguno de los dos tenía experiencia en tales menesteres pero el procedimiento habitual no debía diferir mucho de lo que estaban representando pues tras oír las explicaciones los parroquianos comenzaron a mostrarse mucho más amables y a tratar de informar a los “guardaespaldas” con su experta opinión. Hubo comentarios de todo tipo pero la mayoría parecía estar de acuerdo en que el mejor lugar para una buena jornada de cacería era el coto de los Beaumont, propiedad de una familia de honda tradición en el gremio y que se encontraba a medio día de viaje saliendo por la puerta sur de la ciudad. Satisfechos, apuraron sus bebidas y dejaron la concurrida taberna en dirección a “las 13 monedas” donde habían acordado encontrarse con Kervar. Cuando llegaron encontraron al elfo solo, sentado en un rincón. Se sentaron junto a él y encargaron algo de comer, pues pasaba el mediodía y no habían probado bocado. En pocas palabras, Kervar les puso al corriente de su escaramuza con la mujer en lo alto del risco y su huida posterior. Drell y Buluc le contaron su parte, incluyendo la conversación que había tenido lugar en la taberna de los cazadores. Como aún quedaba día, resolvieron inspeccionar el coto antes del día siguiente. Se encontraban terminando sus respectivos platos cuando Drell, que se había levantado a por más bebida, vio un gran coche de caballos que se detenía en la puerta y a varios hombres de aspecto fiero y marcial apearse del carruaje y entrar en la taberna. Dos de ellos fueron a hablar con el posadero, mientras el resto vigilaban la entrada. Disimuladamente, se acercó a su mesa y les comunicó el hallazgo a sus compañeros, que se pusieron en guardia inmediatamente. Con su fino oído, Kervar captó retazos de la conversación que mantenían los recién llegados con el posadero, visiblemente asustado. Éste señaló hacia la mesa donde los compañeros se hallaban sentados y los hombres depositaron unas monedas que cayeron ruidosamente sobre la barra. Al saberse objetivo de los rufianes, se levantaron a una y se dirigieron a la entrada, tratando de salir antes de que los hombres apostados cerca de ella les descubrieran pero aquella gente parecía profesional y a un simple gesto de sus compañeros de la barra los detuvieron eficazmente. Cuando se hubieron reunido todos les pidieron amablemente que les acompañaran fuera y les hicieron subir al coche, cerrando la puerta una vez que Drell, Buluc y Kervar se encontraban a bordo. Éstos pudieron escuchar como los matones tomaban posiciones alrededor del carruaje mientras que el vehículo, con sonoros crujidos y pesada lentitud, echaba a rodar. En el interior les aguardaba un hombre de aspecto enjuto, con una túnica larga hasta los pies provista de capucha que llevaba echada sobre su cabeza. La escasa luz en el interior del coche de caballos les impedía ver mucho pero a la luz de un candil que colgaba de la pared, Drell entrevió un destello metálico procedente del interior de la capucha, acaso producido por una máscara de metal que el misterioso individuo llevaba sobre la faz. Cuando habló, su voz sonaba amortiguada pero a pesar de todo, los compañeros pudieron captar el tono de enfado que cubría cada palabra. Les reprochó su acción de la mañana, recordándoles que el contrato les exigía discreción, además de echarles en cara que, pese a lo torpe del intento, el mandatario siguiera con vida. Se excusaron diciendo que había sido un fallo poco usual pero que contaban con información que les permitiría acabar el trabajo mañana mismo y que el contrato tampoco indicaba plazo alguno. Pero el hombre no mudó el talante e insistió, con aires de ultimátum, que no volvieran a cometer ningún fallo. Una vez hubo terminado la conversación el carruaje se detuvo y las compuertas se abrieron. Los compañeros descendieron las escalerillas, sorprendiéndose de la claridad que todavía alumbraba la ciudad en contraste con el oscuro ambiente que reinaba en el interior del vehículo. Cuando se hubieron acostumbrado a la luz, descubrieron que se hallaban en una parte de la ciudad que no conocían así que encaminaron sus pasos hacia el sur, alcanzando en poco tiempo la puerta meridional de Almas.
La suerte les sonrió en este caso pues tras deambular algún tiempo por la ciudad, una taberna con el sugerente nombre de “El venado alegre” y el busto de un majestuoso ejemplar de ciervo con su imponente cornamenta, apareció ante ellos. Sin cuestionar tamaño golpe de suerte se decidieron a entrar. En el interior, innumerable trofeos de caza adornaban las paredes por doquier y, a juzgar por sus vestimentas, la totalidad de la clientela la componían cazadores y gente familiarizada con la montería en sus diversas modalidades. Tras las consabidas miradas de los parroquianos el camarero fue a su encuentro. Ordenaron sendas cervezas y explicaron que trabajaban como guardaespaldas de un rico aristócrata extranjero recién llegado a la ciudad. Según la extraña pareja, su señor quería organizar una cacería con varios de sus colegas por lo que los había enviado a averiguar los mejores cotos y solicitar audiencia con los propietarios. La verdad es que ninguno de los dos tenía experiencia en tales menesteres pero el procedimiento habitual no debía diferir mucho de lo que estaban representando pues tras oír las explicaciones los parroquianos comenzaron a mostrarse mucho más amables y a tratar de informar a los “guardaespaldas” con su experta opinión. Hubo comentarios de todo tipo pero la mayoría parecía estar de acuerdo en que el mejor lugar para una buena jornada de cacería era el coto de los Beaumont, propiedad de una familia de honda tradición en el gremio y que se encontraba a medio día de viaje saliendo por la puerta sur de la ciudad. Satisfechos, apuraron sus bebidas y dejaron la concurrida taberna en dirección a “las 13 monedas” donde habían acordado encontrarse con Kervar. Cuando llegaron encontraron al elfo solo, sentado en un rincón. Se sentaron junto a él y encargaron algo de comer, pues pasaba el mediodía y no habían probado bocado. En pocas palabras, Kervar les puso al corriente de su escaramuza con la mujer en lo alto del risco y su huida posterior. Drell y Buluc le contaron su parte, incluyendo la conversación que había tenido lugar en la taberna de los cazadores. Como aún quedaba día, resolvieron inspeccionar el coto antes del día siguiente. Se encontraban terminando sus respectivos platos cuando Drell, que se había levantado a por más bebida, vio un gran coche de caballos que se detenía en la puerta y a varios hombres de aspecto fiero y marcial apearse del carruaje y entrar en la taberna. Dos de ellos fueron a hablar con el posadero, mientras el resto vigilaban la entrada. Disimuladamente, se acercó a su mesa y les comunicó el hallazgo a sus compañeros, que se pusieron en guardia inmediatamente. Con su fino oído, Kervar captó retazos de la conversación que mantenían los recién llegados con el posadero, visiblemente asustado. Éste señaló hacia la mesa donde los compañeros se hallaban sentados y los hombres depositaron unas monedas que cayeron ruidosamente sobre la barra. Al saberse objetivo de los rufianes, se levantaron a una y se dirigieron a la entrada, tratando de salir antes de que los hombres apostados cerca de ella les descubrieran pero aquella gente parecía profesional y a un simple gesto de sus compañeros de la barra los detuvieron eficazmente. Cuando se hubieron reunido todos les pidieron amablemente que les acompañaran fuera y les hicieron subir al coche, cerrando la puerta una vez que Drell, Buluc y Kervar se encontraban a bordo. Éstos pudieron escuchar como los matones tomaban posiciones alrededor del carruaje mientras que el vehículo, con sonoros crujidos y pesada lentitud, echaba a rodar. En el interior les aguardaba un hombre de aspecto enjuto, con una túnica larga hasta los pies provista de capucha que llevaba echada sobre su cabeza. La escasa luz en el interior del coche de caballos les impedía ver mucho pero a la luz de un candil que colgaba de la pared, Drell entrevió un destello metálico procedente del interior de la capucha, acaso producido por una máscara de metal que el misterioso individuo llevaba sobre la faz. Cuando habló, su voz sonaba amortiguada pero a pesar de todo, los compañeros pudieron captar el tono de enfado que cubría cada palabra. Les reprochó su acción de la mañana, recordándoles que el contrato les exigía discreción, además de echarles en cara que, pese a lo torpe del intento, el mandatario siguiera con vida. Se excusaron diciendo que había sido un fallo poco usual pero que contaban con información que les permitiría acabar el trabajo mañana mismo y que el contrato tampoco indicaba plazo alguno. Pero el hombre no mudó el talante e insistió, con aires de ultimátum, que no volvieran a cometer ningún fallo. Una vez hubo terminado la conversación el carruaje se detuvo y las compuertas se abrieron. Los compañeros descendieron las escalerillas, sorprendiéndose de la claridad que todavía alumbraba la ciudad en contraste con el oscuro ambiente que reinaba en el interior del vehículo. Cuando se hubieron acostumbrado a la luz, descubrieron que se hallaban en una parte de la ciudad que no conocían así que encaminaron sus pasos hacia el sur, alcanzando en poco tiempo la puerta meridional de Almas.
Salieron a la campiña que rodea la ciudad con el sol cayendo
a su derecha. El camino a esas alturas del día se encontraba transitado por
algunas personas pero en su inmensa mayoría llevaban una dirección opuesta a la
del singular trío, pues la gente se dirigía a la ciudad antes de que cerrara
sus puertas. En poco tiempo, el flujo de gente fue disminuyendo y para cuando
atisbaron la indicación que señalaba la dirección al coto, el camino estaba
prácticamente desierto y el sol comenzando a ocultarse tras las colinas
occidentales de Andoran. Así pues caía la anochecida cuando salieron del camino
y se toparon con la cerca que delimitaba el recinto. Sigilosamente, Drell se
deslizó a lo largo del perímetro hasta que oyó el sonido de voces. Acercándose
un poco más, descubrió lo que sin duda se trataba de la entrada principal,
custodiada por una pareja de guardias armados hasta los dientes que charlaban
animosamente. Desandando el camino, Drell informó a sus compañeros de que el
lugar estaría fuertemente vigilado así que, con cuidado, traspusieron la valla
y se internaron en el frondoso bosque que había al otro lado. Se detuvieron
varias veces para comprobar que el camino estaba despejado y continuaron de ese
modo hasta que descubrieron una somera construcción de madera que, según
informó Kervar, servía para que los cazadores se apostaran en espera de que
pasara su presa. Tras reconocer el bosque cuidadosamente, descubrieron varias
de estas construcciones y un amplio claro que el elfo, aparentemente versado en
estas prácticas, comentó que serviría como punto de reunión. En un momento
dado, oyeron el ruido de una patrulla por lo que no les quedó otra opción que
abandonar su reconocimiento y regresar a Almas. Aunque sabían que ninguno de
sus movimientos pasaría desapercibido, se sintieron más seguros reuniéndose
todos en la misma taberna para descansar antes de partir de nuevo hacia el coto
de caza.
Tras descansar unas pocas horas volvieron a salir, mucho
antes de que amaneciera y llegaron aún envueltos en la negrura de la noche lo
que satisfacía a sus propósitos. Se escabulleron sin mucha dificultad y se
dirigieron hacia el claro donde según Kervar iban a reunirse antes de que la
cacería diera comienzo. No tuvieron que esperar mucho tiempo cuando empezaron a
oírse las primeras voces de los funcionarios del coto que acudían a preparar el
evento. Se ocultaron algo más lejos del claro y únicamente Drell permaneció en
su puesto para vigilar más de cerca. Desde su posición pudo ver como los
operarios trasladaban algunas cajas de madera y varios muebles que dispusieron
alrededor del claro. Con las primeras luces del alba comenzaron a llegar los
primeros cazadores que, según llegaban, comenzaban a hablar en corrillos según
afinidades o intereses. Drell lo observaba todo quieto como una estatua,
invisible a los ojos de quienes observaba, sin proyectar el más mínimo sonido
pese al transcurrir del tiempo. Tras unos minutos, apareció en el claro Idarion,
el dignatario de Absalom y su objetivo. Lo acompañaban dos personas más, por su
vestimenta y porte también personas de importancia. Cuando entraron al claro,
el resto de acompañantes fueron poco a poco bajando sus voces hasta quedar en
silencio. El representante del país insular
saludó con un movimiento leve de cabeza a los presentes y pronunció un
breve discurso que distendió el ambiente, con lo que las conversaciones
volvieron a reanudarse. Tras un breve lapso de tiempo se acercó a uno de los
trabajadores del coto y, a una orden suya, dos mozos transportaron un arcón de
madera hasta el centro del claro. El operario abrió la caja y extrajo de ella
un artefacto de algo más de un metro de largo, formado por un cilindro metálico
envuelto por una carcasa de madera que hacia uno de sus extremos se ensanchaba
para formar una suerte de triángulo. El individuo lo mostró sobre su cabeza a
todos los presentes, que profirieron comentarios quedos de mudo asombro. Tras
esto, se volvió hacia una diana que había situada a unos 50 m., se apoyó la
parte triangular en el hombro y apunto la boca del cilindro metálico hacia la
diana, accionando un resorte situado en la parte inferior. Se produjo una
detonación que sobresaltó a Drell en su posición y la diana saltó literalmente
por los aires, impactada por un proyectil disparado a una velocidad
inconcebible. La mayoría de participantes de la cacería soltaron exclamaciones
ahogadas o gritos de sorpresa, como Drell. Afortunadamente para el humano, los
aristócratas estaban demasiado sorprendidos por lo que acababan de presenciar
como para reparar en su presencia. El que había disparado aquél extraño
artefacto se giró hacia el grupo y explicó a los presentes que lo que sostenía
entre sus manos era un “arma de fuego”, proveniente de la lejana Alkensar, en
los Yermos del Maná. Existían muy pocas como aquella, más aún fuera de las
fronteras de la lejana nación aunque, según aseguró el hombre, pronto serían
más comunes. Tras la explicación devolvió el arma a su arcón y dejó a los
patidifusos asistentes a la cacería discutiendo sobre el fenómeno que acababan
de presenciar.
Drell, todavía mudo de asombro, detectó movimiento a su
derecha. Ocultándose entre la creciente maleza y preparando su cuerpo frente a
un posible ataque, vio a Kervar cerca suya, buscándolo en el lugar que había
ocupado unos segundos antes. Se acercó hasta él y le explicó lo que acababa de
suceder. Mientras hablaban en susurros, ambos pudieron atisbar como Idarion, su
presa, aprovechaba la discusión generada por la extraña arma para escabullirse
junto a otro de los presentes lejos del grupo principal de cazadores.
Abandonaron el claro por el punto opuesto a donde se encontraban Drell y Kervar
y ambos vieron al instante la oportunidad que estaban esperando. Rodearon el
claro y siguiendo el rastro de las voces de los dos hombres (aunque estaban amortiguadas
por la distancia y el intento de discreción de la pareja para el fino oído de
Kervar eran tan audibles como la voz de un mercader que proclama las bondades
de su mercancía) los descubrieron un poco más allá, a unos 50 m. del resto del
grupo principal. Dejando a Drell vigilando, Kervar fue en busca de Buluc con el
que apareció al cabo de poco tiempo. Drell pudo oír al gigantesco semiorco
acercarse desde mucho antes de que estuvieran a su lado y tenía la impresión de
que todo el bosque era consciente del avance de su compañero. Pero sus
sospechas parecían infundadas pues la pareja objetivo, absorta como estaba en
su conversación, no pareció darse cuenta de nada. Cuando los tres se hubieron
reunido idearon un plan que procedieron a ejecutar una vez estuvo claro. Kervar
comenzó a hablar tratando de amortiguar su voz hasta donde le era posible sin
que afectara a la efectividad del conjuro que se disponía a lanzar. A pesar de
su cuidado, la escasa distancia que los separaba de sus objetivos hizo que
éstos oyeran las palabras del elfo y se conminaran al silencio tratando de descubrir la fuente del
sonido durante lo que a Drell y a Buluc les pareció una eternidad. Cuando
Kervar terminó de hablar, sopló unos pétalos de rosa en dirección a sus
objetivos y el acompañante de Idarion parpadeó varias veces rápidamente antes
de caer dormido presa de un sueño mágico. Idarion, versado en las artes arcanas
y libre de los efectos del conjuro, comprendió inmediatamente lo que había
sucedido pero antes de que pudiera reaccionar tenía encima a Drell y a Buluc,
que habían previsto esta contingencia y habían cargado contra él, iniciando su
carrera apenas el elfo terminó de hablar. El dignatario logró esquivar a duras
penas el ataque del humano, pero no pudo hacer lo propio con el puñetazo que
Buluc dirigió hacia su mandíbula, sumiéndolo en las tinieblas con un crujido
espeluznante.
Rápidamente, los compañeros recogieron los cuerpos, cargaron
con ellos y se movieron para salir del bosque, tomando el camino que los
alejaba aún más de la ciudad de Almas. Desconocedores de si habían sido
detectados por el resto de los cazadores, trataron de poner la mayor distancia
posible entre ellos y el bosque y anduvieron durante largo tiempo por el
terreno ondulante de colinas que constituían los aledaños de la capital
andorana. Al cabo de unas horas, Drell encontró una pequeña cueva, apenas lo
suficientemente grande para albergarlos a los cinco, donde decidieron descansar
unos instantes. Mientras preparaban algo de comer, Buluc expresó su descontento
con el cariz que habían tomado los acontecimientos, sin entender por qué no se
ahorraban estas molestias y acababan de una vez con su objetivo y cobraban su
recompensa. Pero tanto Drell como Kervar no se fiaban de su contratante y le
convencieron para, al menos, hablar con el mago y tratar de averiguar qué se
traía entre manos el misterioso hombre de la máscara y qué había de cierto en
la historia que les habían contado.
El primero en despertar fue el acompañante de Idarion cuando
se disiparon los efectos del sueño mágico de Kervar. Como se encontraba atado y
amordazado solo pudo mirar horrorizado a sus captores, horror que fue en
aumento al vislumbrar a su compañero con la cara hinchada y llena de sangre
reseca a su lado. Cuando Idarion al fin despertó casi no podía ni articular
palabra. Sin ambages, Kervar le contó que habían sido contratados por alguien
desconocido pero que se decía leal a Almas y a Andoran para asesinarlo,
acusándolo de conspirar contra la ciudad y de instigar un ataque contra la
misma. El dignatario de Absalom, negó estas acusaciones en redondo y alegó que
su estancia en la ciudad se debía precisamente al conocimiento de que oscuros
designios conspiraban contra Andoran y contra Absalom y estaba trabajando con
el Consejo del Pueblo para desenmascarar a los responsables. Sus explicaciones
no convencieron a Buluc, quien prefería no mezclarse en asuntos ajenos y
limitarse a cumplir con su contrato, pero sus dos compañeros prefirieron
considerar las palabras del mago. Mientras se encontraban discutiendo Kervar,
presa de una terrible y súbita sospecha, extrajo el medallón que les había
entregado el pequeño Mickey. Los caprichos del destino hicieron que sus sospechas
se vieran confirmadas antes siquiera de llegar a exponerlas y tanto él como
Drell, que se encontraban a la entrada de la cueva, pudieron oír el sonido de
numerosos cascos de caballos que se acercaban a su posición. Avisando a su
compañero, salieron de su escondrijo para ver llegar a unos 14 jinetes
encabezados por una siniestra y conocida figura envuelta en una túnica que la
cubría hasta los pies. Al llegar a las inmediaciones de la cueva el grupo
desmontó y el personaje encapuchado se dirigió a ellos con su voz velada por la
máscara metálica, exigiéndoles que acabaran el trabajo o se apartaran para que
lo acabara él. Tras él y de forma muy elocuente, cuatro de los hombres que le
acompañaban montaron sus arcos y encajaron las flechas en ellos, dispuestos a
abrir fuego. Pero los compañeros se
negaron en redondo, mostrando sus reticencias. Sin mediar más palabras, el
individuo encapuchado montó de nuevo y acto seguido, cuatro flechas volaron
hacia ellos. Drell fue alcanzado por una en el muslo y otra le rozó el costado.
Kervar fue más rápido y consiguió guarecerse en la cueva mientras que Buluc
solo tuvo que hacerse hacia un lado pues no había llegado a salir del todo.
Como pudo, Drell se escabulló al interior, donde se prepararon para recibir al
grueso de los atacantes. Cuando el primero de ellos se precipitó al interior,
un chorro de brillantes colores surgió de la mano de Kervar, dejando
inconsciente tanto al primer atacante como a dos de ellos que le venían a la
zaga. Drell, se encaró con otro de ellos, que blandía una hoja corta, muy
apropiada para combatir en las reducidas dimensiones de la cueva. Buluc no
podía manejar su mandoble en aquel espacio mínimo y con sus puños abatió a otro
de los atacantes apenas puso un pie dentro pero fue sustituido por dos más que
flanquearon al gigante semiorco. Con sus dagas hirieron varias veces al poderoso
acólito de Gorum cuyo tamaño constituía un verdadero problema para combatir
dentro de la cueva, aún sin sostener ningún arma. A Drell tampoco le iban
demasiado bien las cosas. Su oponente parecía diestro y las heridas provocadas
por la andanada inicial (el astil de la flecha todavía sobresalía de su muslo)
unidas al escaso espacio del que disponía para maniobrar hacía que tuviera que
concentrarse casi exclusivamente en no ser alcanzado por el arma de su enemigo,
sin lograr acertarle con ninguno de sus golpes. Por su parte, Kervar se vio
acosado por otro enemigo que le propinó un golpe con la empuñadura de una daga
haciéndole una fea herida en el rostro. Gorum consiguió dejar fuera de combate
a uno de sus adversarios pero inmediatamente otro ocupó su posición. Además,
desde fuera les llegaban los sonidos que producían el resto de hombres que se
arremolinaban a la entrada, lanzando puntazos con sus dagas cada vez que uno de
los compañeros pasaba cerca y deseosos de entrar en combate.
De pronto, desde el fondo de la cueva se oyó una salmodia y
al finalizar un fogonazo retumbó en la pequeña caverna al tiempo que un
proyectil ígneo surcaba el aire velozmente en dirección al exterior. Una
explosión acompañó a su impacto en algún punto fuera de la cueva acompañada de
una gran deflagración y de los gritos de los matones que se encontraban allí.
Parte de la deflagración invadió también la cueva, lanzando a todos contra la
pared. Las llamas alcanzaron al oponente de Drell que, sin perder la
oportunidad lanzó una patada contra su rostro, partiéndole el cuello y acabando
con su agonía. Kervar también acabó con su oponente aprovechando la coyuntura.
Cuando se rehízo del golpe contra la pared de roca, localizó a su oponente, que
se estaba incorporando y mirando a su alrededor algo aturdido, levantó la mano
con la palma hacia él y descargó un golpe de energía cinética que lo volvió a
estampar contra la pared, cayendo desmadejado al suelo completamente inerte.
Buluc se acababa de deshacer de otro de sus adversarios justo antes de que la
deflagración tuviera lugar y gracias a su tamaño consiguió aguantar de pie el
impacto provocado por ésta. Cuando la fuerza de la explosión lanzó a su oponente
frente a él no tuvo más que recogerlo del suelo y estrangularlo con sus propias
manos, mientras el otro forcejeaba desesperado. Cuando cesaron los movimientos
cada vez más espasmódicos del desdichado sicario, todo quedó en un silencio
falsamente tranquilo. Drell apenas podía sostenerse en pie y se dejó caer en la
pared de la cueva. Buluc tenía la ropa y la carne destrozada por numerosos
cortes y varios de ellos sangraban copiosamente. Su expresión era demencial,
con los ojos exorbitados y enseñando los dientes, sin relajar ni un ápice los
músculos y sin concederse el pensamiento de que estaban a salvo cuando un
minuto antes todo parecía perdido. Kervar, que aunque era el que había salido
mejor parado de los tres llevaba el rostro ensangrentado y algún que otro corte
en el cuerpo, miró entre sorprendido y socarrón hacia el fondo de la cueva,
donde Idarion se encontraba medio incorporado, apoyado en uno de sus codos y
con la otra mano descansando sobre una rodilla todavía apuntando levemente hacia la salida. Tras
soltar una risa entrecortada por el dolor de la herida en la cara decidió salir
fuera para comprobar que todo había terminado. El espectáculo era dantesco: en
el suelo yacían cinco cadáveres calcinados completamente, tirados un poco más
allá de una mancha circular de hollín cuyo centro lo componía el lugar donde la
bola de fuego lanzada por Idarion había hecho blanco. Entre los cadáveres no
pareció encontrar al hombre de la máscara y, por las huellas claras que había
dejado su montura dedujo que había huido. Meneó la cabeza significativamente y
decidió volver a entrar. Al hacerlo, se encontró a Drell tratando de extraer el
astil alojado en su pierna y a Buluc dedicado a la poco grata tarea de degollar
a los esbirros que yacían inconscientes producto de la rociada de color lanzada
por Kervar aunque el semiorco se entregaba a ella con la diligencia que da la
experiencia. Cuando acabó y vio el lastimoso estado en que se encontraba el
grupo, Buluc sonrió y elevó una plegaria a su señor Gorum, dios de las armas,
la batalla y la fuerza para que, si aquel combate había sido de su agrado,
derramase su gracia sobre él y su grupo y sanase sus heridas para poder seguir brindándole
gloriosas batallas. Pareció que, efectivamente, Nuestro Señor del Hierro se
encontraba complacido pues tras un leve resplandor grisáceo, como una mañana en
un día sin sol, sus heridas mejoraron en un breve lapso de tiempo lo que en
condiciones normales habría tardado días.
Tras este episodio, la versión de Idarion les pareció más
que verosímil aunque seguían sin confiar en nadie, pues ya habían sido
engañados y humillados una vez y no querían caer en la misma trampa de nuevo.
Pero como agradecimiento por su ayuda acordaron devolver al dignatario y su
acompañante a su domicilio de modo que, tomando prestados los caballos de sus
propios atacantes, regresaron al bosque donde se iba a realizar la cacería,
interrumpida al certificarse la desaparición de Idarion. Varios guardias habían
acudido a investigar el suceso y muchos de los participantes habían vuelto a
sus casas por lo que el recibimiento que tuvieron los compañeros fue bastante
hostil y pronto se vieron rodeados de numerosos guardias que les apuntaban con
sus picas mientras el acompañante de Idarion los denunciaba con voz histérica
como sus agresores y secuestradores. Heridos en su orgullo y con la locura de
la batalla anterior aún bullendo por sus venas, los tres se miraron y evaluaron
la situación: Kervar cerró los ojos, repasando mentalmente los conjuros de los
que aún disponían; Buluc aferró la empuñadura de su mandoble con una sonrisa,
consciente de que probablemente en unos minutos se reuniría con su señor Gorum;
Drell se afianzó sobre los estribos, tensando sus músculos y dispuesto a saltar
de su montura en cuanto empezara la refriega, decidido a vender su piel lo más
cara posible… Pero dicha batalla nunca tuvo lugar. Idarion, adelantándose a su
compañero y ordenándole callar, medió por los compañeros exigiendo hablar con
el capitán de la guardia. Cuando éste se identificó, le comentó que aquellos
hombres habían luchado contra una fuerza que amenazaba la seguridad de Almas y
no constituían una amenaza. Incluso avaló con su nombre y su palabra el buen
comportamiento de los tres. Tras consultar el asunto con alguno de los miembros
del Consejo del Pueblo que se encontraban en el lugar como invitados a la
cacería, resolvieron acceder a la petición del dignatario de Absalom y los
compañeros se vieron libres de toda amenaza, agradeciendo el gesto a Idarion.
Éste, aunque se encontraba algo molesto por haber sido secuestrado y por el
verdugón que quedaba en su mandíbula a pesar de la magia curativa de Buluc, les
dijo que lo había hecho porque necesitaba su ayuda, de modo que los citó al día
siguiente en la residencia donde se alojaba, para debatir los pasos a seguir.
Además añadió que estaba en disposición de recompensarles económicamente lo
cual terminó de vencer las reticencias iniciales de los tres mercenarios. Antes
de que se fueran pareció recordar algo y les pidió el medallón. Tras examinarlo
a conciencia les comunicó lo que ya sospechaban: además de estar imbuido con
magia de adivinación, actuaba como un faro que evidenciaba su posición en
cualquier momento y en cualquier lugar a aquél que lo había encantado. Los tres
compañeros, tras una mirada de reproche a Kervar que no había sido capaz de
determinar la presencia de aquella magia cuando lo examinó en las 13 monedas,
estuvieron más que dispuestos a desprenderse de él. De modo que, una vez
concluida una nueva reunión de negocios, se dirigieron hacia Almas a pie, ya
que no permitieron que conservaran sus monturas, mientras aquel intenso día
llegaba a su fin.
Al día siguiente se levantaron y acudieron a la dirección
que les había facilitado el mago, donde fueron recibidos por un sirviente que
les condujo hasta su despacho. Vestido con ropas más formales, no quedaba ni
rastro de la herida facial del día anterior y con la barba y el pelo arreglados
parecía en verdad otra persona. Les preguntó una vez más si estaban dispuestos
a colaborar con él en su lucha para desenmascarar la conspiración y, tras
asegurarse de que efectivamente era así, les entregó de nuevo el medallón. Al
parecer había logrado invertir el conjuro de modo que ahora era capaz de
determinar la posición de su legítimo dueño, por lo que el camino a seguir a
continuación resultaba obvio. Sin muchos más preámbulos salieron de la casa de
Idarion prometiendo volver en cuanto tuvieran noticias. Apenas habían pisado la
calle cuando las campanas de la ciudad comenzaron a tañer frenéticamente. Nunca
habían estado en Almas antes pero aquella cacofonía solo podía significar una
cosa: la ciudad estaba siendo atacada.