Kervar alcanzó a sus compañeros en la puerta del almacén. El
aura de la diosa parecía haber conseguido serenar la batalla alrededor del
edificio pues los sonidos del combate llegaban como amortiguados y los
combatientes parecían haberse tomado un respiro. El humano y el semiorco lo
esperaban apoyados en el vano de la entrada.
-Todavía tenemos el medallón –dijo Drell cuando el elfo
llegó a su altura, como si lo hubiera estado pensando con anterioridad-. Es
posible que aún nos pueda llevar hasta el encapuchado.
-No es mala idea –Kervar lo sacó de entre los pliegues de su
túnica. De nuevo lo sostuvo en el aire y enfiló hacia un callejón lateral-.
Aprovechemos este respiro en la contienda para avanzar, démonos prisa.
Las tinieblas del callejón lo engulleron cuando se adentró
en él.
-Siempre pensé que los elfos eran más pacientes –le susurró Drell
a Buluc al pasar a su lado. Éste soltó un gruñido que bien pudo interpretarse
como una risita y siguió a sus compañeros hacia la oscuridad.
El callejeo los llevaba cada vez más cerca del mar hasta que
fueron a dar con un edificio que parecía un astillero, a juzgar por los cascos
a medio reparar que pendían de las grúas en el patio colindante. La entrada, un
gran portón doble de madera, estaba entreabierta, con el candado colgando de
uno de los tiradores. En silencio, penetraron en el edificio que se hallaba en
penumbra, rota únicamente por la luz de la luna que entraba por las ventanas
situadas cerca del techo. Dentro, todo estaba revuelto aunque nada fuera de lo
común para un entorno como ese. Una bombilla brillaba a través de la puerta
abierta de un pequeño cuarto que se encontraba en la pared opuesta a la de la
entrada. Drell le hizo un gesto a Buluc para que se rezagara y tratara de
avanzar con sigilo pero el semiorco no estaba dispuesto a perderse la acción y
sacando una daga de su bota, pues el espacio era demasiado reducido para usar
su enorme espadón, avanzó con su enorme corpachón metiendo un ruido
considerable. Kervar y Drell se miraron con un gesto significativo y avanzaron
tras su compañero. Con una patada, Buluc irrumpió en el cuartucho con la daga
en ristre pero dentro no había nadie contra quien usarla. En el interior sí que
reinaba el más absoluto desorden: papeles revueltos por doquier, cajones fueras
de sus guías, armarios desportillados y, tras un escritorio que apenas se veía
bajo altos legajos de papeles, pudieron ver un cuerpo embutido en una túnica
negra, con una herida escalofriante de lado a lado del cuello y una máscara de
marfil sobre el suelo a su lado. Inmediatamente bordearon la mesa cubierta de
papeles para examinar el cadáver más de cerca. La cara estaba macilenta y a
ninguno de ellos les sonaba de nada. La presencia de la máscara a su lado bien
podía identificarlo como el individuo que tanto les había complicado la vida
desde que se entrevistaran con Mickey, el pequeño rapaz, en las Trece monedas
pero no había manera de saberlo a ciencia cierta y algo les decía que tan
siniestro personaje no era de los que se dejaba matar así como así. La sangre
del cuello aún no había terminado de coagularse del todo lo que indicaba que el
hombre había sido asesinado hacía poco tiempo. Buluc se agachó a registrar el
cadáver. Cuando se incorporó, sostenía en su enorme manaza un medallón
exactamente igual al que suyo. Se lo pasó al mago y siguió rebuscando entre los
pliegues de la túnica.
-Parece que estamos en un callejón sin salida –murmuró
Kervar sosteniendo ambos medallones.
La sombra de una emboscada se cernió de pronto sobre ellos, por
lo que decidieron extremar las precauciones. Buluc, terminada su inspección del
cuerpo, se dirigió a la puerta para ver si el responsable aún se encontraba por
allí mientras Drell y Kervar rebuscaban en las estanterías y en la mesa para
ver si encontraban algún hilo del que tirar, perdida la inestimable ayuda que
les proporcionaba el medallón mágico. Entre las inmensas pilas de papeles,
Drell encontró numerosas transacciones de varias compañías con distintas
empresas de Absalom, recogidas todas en una suerte de libro de contabilidad.
Navieras, distribuidores de armas, alquimistas, boticas, incluso alguna
dirigida a la administración pública de la gran ciudad. Todas las misivas iban
firmadas por el mismo nombre: Ashter Glarkon. Drell se lo comunicó a Kervar.
-¿Crees que puede ser Glarkon? –dijo el humano señalando con
un pergamino a la figura tirada en el suelo.
-Es posible. Por lo que sabemos también tenía trato con
adoradores de Norgorber, no es descabellado que utilice el mismo atuendo. Lo
que no tengo tan claro es que sea el mismo al que nos enfrentamos en el templo
de Iomedae.
Drell asintió con la cabeza mostrando su acuerdo. Siguieron
registrando la estancia, aún a sabiendas de que realizar un registro en
condiciones les llevaría horas, cuando escucharon un gran estruendo que hizo
temblar el edificio entero, arrojándoles partículas de yeso desde el techo.
-¿Buluc? –preguntó Kervar dando un paso hacia la puerta.
-Eso ha sido cerca –respondió el semiorco asomando la
cabeza-. Deberíamos movernos.
Como confirmando las palabras del semiorco, una barahúnda
les llegó desde fuera. A los gritos de los asaltantes les siguieron las
maldiciones e imprecaciones de la defensa de la ciudad, gritadas a pleno pulmón
y, a continuación, el estruendo inconfundible de una batalla, librada en alguna
localización adyacente al edificio en el que se hallaban.
-Llevémonos el libro –le dijo Kervar a Drell-. Lo
examinaremos más tarde.
-Quizás Idarion pueda orientarnos –propuso Drell.
-Excelente idea pero lo primero es salir de aquí.
Renunciando a salir por la puerta principal, descubrieron
una salida mucho más discreta cerca de donde se encontraban. Una puerta de
madera cerrada con una palanca daba a una calle lateral. Trataron de bordear el
edificio a fin de evitar la reyerta pero al doblar la esquina fue la batalla la
que les encontró a ellos.
De un vistazo comprendieron que el estruendo inicial lo
había producido un fragmento de la muralla que rodeaba al puerto al
desmoronarse. Los atacantes la habían conseguido derribar de alguna forma y
penetraban en tropel por la brecha ocasionada. Por lo que se podía leer en la
batalla que se libraba, el acto había pillado a los defensores relativamente
desprevenidos pues mientras que las tropas de Absalom surgían incesantes de la
brecha en la muralla, los defensores acudían precipitadamente y desde todas
direcciones a defender el sitio. Así pues el radio de la batalla se extendía
rápidamente por la zona y pronto los compañeros se vieron completamente inmersos
en ella.
Buluc, dispuesto como siempre a una buena pelea, desembarazó
el espadón de la sujeción a su espalda y, gritando el nombre de Gorum a voz en
cuello, se lanzó a la batalla. Se encaró con un soldado que vestía los colores
de Absalom yle descerrajó un mandoblazo en el pecho que a punto estuvo de
partirlo en dos cuando éste aun estaba decidiendo si era amigo o enemigo. Otros
dos soldados de Absalom que se encontraban cerca se lanzaron a por el semiorco,
que tenía problemas para recuperar su arma de entre los restos del desdichado
al que había dado muerte. Antes de que se acercaran demasiado Kervar se
adelantó, soltó un puñado de pétalos de rosa a la vez que murmuraba en lenguaje
arcano y los dos soldados cayeron a la carrera, neutralizados por el sueño
mágico del mago. A estas alturas los compañeros habían sido localizados y
etiquetados por sus acciones como parte de la resistencia de la ciudad por lo
que comenzaron a sufrir el hostigamiento de las tropas invasoras. Drell propinó
una fuerte patada en el yelmo de un soldado que trataba de acercarse por la
retaguardia, hundiendo el metal en la carne del infeliz, que gritaba presa de
la angustia y el dolor. Sus compañeros, que también acudían a la carrera,
hicieron un alto, mirando incrédulos los pies semidesnudos del monje. Uno trató
de ayudar a su compañero mientras que el otro se encaró con Drell, que lo
esperaba en guardia.
La batalla se iba decantando hacia el lado de los atacantes,
pues la brecha parecía que no iba a dejar de vomitar tropas. Los combatientes
andoranos comprendieron su derrota en aquel punto y los oficiales, o los que
ejercían como tal en aquel caos, comenzaron a vociferar órdenes de replegarse y
de retirada. Buluc, que había recuperado su espada y acabado con varios
enemigos más, estudio con rapidez experta el desarrollo de la batalla y les
gritó a sus compañeros.
-¡Debemos reunirnos con las tropas de Andoran o no saldremos
de aquí!
Kervar lanzó uno de sus golpes telequinéticos hacia un
soldado que se aproximaba peligrosamente al semiorco. Éste alzó su espada un
tanto a modo de agradecimiento y se lanzó hacia adelante, tratando de alcanzar
al grueso de las tropas defensoras, que se reunía y se retiraba por una calle a
unos 20 metros de donde se hallaban. Drell continuaba batiéndose contra el
grupo que lo había atacado inicialmente y, aunque había conseguido neutralizar
a un par de enemigos, llevaba las de perder. La sangre goteaba por varios
cortes y su camisa colgaba hecha harapos. Aún así mantenía la posición y trataba
de acercarse a sus compañeros con discreto éxito.
Una nueva oleada de soldados llegó hasta ellos. Buluc lanzó
un golpe horizontal para mantenerlos a raya y, sin perder el compás, golpeó a
uno de ellos. No obstante, el movimiento lo dejó demasiado expuesto y uno de
los soldados le propinó una estocada que traspasó su armadura y lo hizo gruñir
de dolor, retirando rápidamente el cuerpo para evitar ser herido nuevamente. Al
alzar la mirada vio que al frente de este nuevo grupo se encontraba un
individuo enfundado en una armadura completa, negra como la pez y rematada por
bordes afilados con un yelmo que ocultaba sus rasgos. Sostenía un mayal de
terribles púas y la hacía girar, presto para entrar en combate. Kervar, al
verlo aparecer en el escenario del combate no lo dudó y se acercó a donde
combatía el semiorco susurrando un encantamiento. Cuando concluyó, un abanico
de colores se extendió de su mano alzada, alcanzando a los soldados que
combatían con Buluc y al soldado de negra armadura. Dos de los atacantes
cayeron al suelo inconscientes y el soldado se llevó las manos al yelmo maldiciendo
en voz alta, los ojos cegados por la intensa luz emitida por el mago. Buluc,
que ya se estaba habituando a las artes de su compañero, no perdió un instante
y acabó con el único soldado que había resistido los efectos del conjuro,
traspasándolo completamente con su mandoble y cambiando su cara de sorpresa por
una de terror, con la que cayó al suelo y murió. Cuando extrajo su espada del
cuerpo de su enemigo se encontró con que el hombre de la armadura, pese a no
haberse recuperado por completo, blandía su arma contra él y tras hacerla girar
un par de veces para hacerle ganar inercia, lanzó un golpe dirigido a su
cabeza. Buluc tuvo más problemas de lo previsto para esquivar el ataque, debido
a lo inesperado del mismo, y se echó a un lado. Evitó de este modo que el mayal
lo alcanzara en la testa pero no pudo evitar que la pesada bola erizada de púas
le golpeara en el hombro haciéndole hincar la rodilla en tierra. El hombre de
la armadura, demostrando el dominio que poseía de su arma, continuó el ataque
casi en el mismo movimiento pero el semiorco ya estaba preparado y lo detuvo
con el filo de su espadón. Con un molinete, destrabó el arma y le asestó un
golpe ascendente que se coló por la axila de su oponente seccionándole el brazo
casi por completo. Éste, trastabillando hacia atrás, aulló de dolor y, haciendo
caso omiso de su maltrecho brazo, reanudó su ofensiva con mayor furia. Otro
soldado se unió a su oficial y le lanzó al semiorco una estocada de punta que no
alcanzó su objetivo y resbaló por su coraza. El guerrero de la negra armadura
sincronizó su ataque con el de su compañero y le propinó un golpetazo salvaje
en la cabeza al semiorco, que le hizo girar el cuello de forma brusca. Kervar,
que observaba la escena, supuso que su compañero habría muerto tras recibir
semejante golpe pero, igual que sucediera en el templo subterráneo, Buluc se
repuso a aquél ataque mortal, giró de nuevo su cabeza y miró ferozmente a su
oponente. Al sentir aquellos ojos salvajes y sedientos de sangre, el hombre
reculó un tanto como paralizado y Buluc lanzó un mandoblazo desde arriba que su
adversario consiguió detener a duras penas. La fuerza del golpe lo derribó como
a un fardo y, desde el suelo, alzó su arma para tratar de defenderse de la
furia asesina del semiorco pero el golpe de Buluc le seccionó en antebrazo,
hundiéndole la espada en mitad del pecho. Tras esta proeza el semiorco pareció
recordar que debería estar muerto y las piernas le fallaron, cayendo sobre su
reciente víctima. El soldado que había intervenido en la riña se quedó
estupefacto ante la escena que acababa de desarrollarse ante sus ojos y Kervar,
que lo observaba todo atónito, le lanzó uno de sus golpes telequinéticos
lanzándolo para atrás y apartándolo de su compañero. Drell, que contra
pronóstico había conseguido desembarazarse de sus atacantes, realizó un salto
prodigioso sin apenas tomar carrerilla que lo llevó a aterrizar junto a Buluc,
propinando una patada a otro soldado que se acercaba. Apenas sus pies se
posaron en el suelo realizó un nuevo salto, giró en el aire y golpeó con su
talón al caer al soldado herido aplastándole el cráneo y acabando con su vida. Kervar
corrió junto a ellos.
-¡Debemos sacarlo de aquí!
A su alrededor la batalla parecía haberse tomado un respiro.
Probablemente a causa de la muerte de su oficial, los atacantes dudaban en
acercarse al trío, que se iba quedando cada vez más aislado en la oscura plaza.
El elfo y el humano cogieron a su compañero de las axilas y se lo cargaron
sobre los hombros avanzando penosamente en dirección hacia donde se retiraba la
defensa de Almas en ordenada formación.
-Que no escapen.
Otro individuo enfundado en una armadura completa, similar a
la que llevaba aquél que había abatido el semiorco, penetró en la plaza a
través de la brecha. Ante la presencia de otro de sus mandos, la soldadesca no
dudó más y se acercaron confiados a Drell y a Kervar, rodeándolos.
-Estáis atrapados –dijo el hombre de la armadura cuando
llegó a la altura de sus subalternos-. Rendíos.
Drell y Kervar se miraron socarronamente. El elfo se veía
mustio y agotado, perdido el halo de misticismo que solía rodearle, a todas
luces sin más hechizos que conjurar. El humano por su parte lucía en su piel y
en su ropa, ambas hechas jirones, las consecuencias de aquella larga jornada.
Con una risa de resignación soltaron a Buluc que cayó con un sonoro golpe
producido por el choque de su armadura contra el pavimento, mientras Drell
adoptaba su pose de guardia y Kervar desenvainaba su espada larga. No obstante,
su heroicidad solo les valió para deshacerse de un par de soldados antes de
sucumbir a lo evidente, bajo los golpes de sus enemigos. La negrura los
encontró con una sonrisa demente todavía bailando en sus labios.
Cuando recobraron el sentido y abrieron los ojos, el resplandor
de una fuente de luz les obligó a cerrarlos de nuevo. El resto de sentidos
comenzaron a funcionar antes y mejor que el de la vista. Sus oídos captaron un
sonido como de crujir de madera y algunos lamentos emitidos por hombres a su
alrededor. Hasta sus fosas nasales llegó el hedor de cuerpos hacinados, sucios
y sin lavar de varios días. Sus bocas paladearon el sabor de la sangre seca,
retazos de una batalla aún cercana en el tiempo. Sintieron el duro suelo bajo
sus cuerpos y, al tratar de incorporarse cuando hubo pasado un buen rato,
notaron el balanceo bajo sus pies que, tras comprobar que no cesaba con el paso
del tiempo, supusieron que no se debía a la conmoción sufrida por el período de
inconsciencia. Abriendo los ojos despacio y después de que se acostumbraran a
la luz, comprobaron que ésta provenía de una antorcha situada a escasos metros
de su posición. Cuando su vista se fue aclarando pudieron ver que, como su oído
había captado, se encontraban rodeados de más gente y, para su consternación,
en el interior de una gran jaula de metal cuyos barrotes estaban anclados al
suelo y al techo, ambos de madera maciza. En la sala en la que se hallaban
había como mínimo otras dos jaulas más y en su interior languidecían unos 5 ó 6
hombres sucios y heridos en mayor o menor medida con excepción de la jaula en
la que se hallaba Kervar donde no había hombres, sino mujeres. Dichas mujeres
llevaban túnicas de aspillera y, pese a hallarse sucias y desaliñadas, el elfo
dedujo inmediatamente que se trataban de aristócratas. Su porte y su actitud de
absoluta repugnancia hacia todo lo que les rodeaba en aquel momento, incluido
el propio Kervar, las delataba. Probablemente la presencia del elfo en aquella
celda se debía a una burla de sus carceleros hacia él mismo y hacia las nobles,
horrorizadas al tener que compartir tan reducido espacio con un hombre
desconocido.
Drell reparó en que en el interior de su jaula había 4
hombres más. Uno de ellos, casi un anciano, vestía lo que en tiempos mejores
debía haber sido un hábito del sacerdocio de Iomedae, pues reconoció una vez
más el símbolo de la diosa bordado en su túnica. Dos de sus compañeros de celda
estaban tirados en el suelo, con sucios vendajes manchados con sangre y
porquería y en estado de semiinconsciencia. El otro ocupante era un hombre de
mediana edad, vestido únicamente con unos calzones y una camisa no demasiado
ancha. Llevaba el oscuro pelo cortado muy corto y el rostro lo tenía amoratado,
fruto de alguna paliza recibida no hacía mucho.
Por su parte, Buluc también compartía alojamiento con otras
4 personas. Uno de ellos se hallaba tumbado en el suelo entre harapos,
tiritando salvajemente preso de algún tipo de enfermedad y más cerca de la
muerte que del mundo de los vivos. Otro individuo vociferaba incesantemente,
pidiendo que le sacaran de allí o se llevaran al moribundo, pues temía
contagiarse de lo que fuera que lo aquejara. Los otros dos se mantenían en un
rincón. Ambos eran guerreros a juzgar por su apariencia y por las numerosas
cicatrices que surcaban sus corpachones. Sus manos eran unas manos
inequívocamente acostumbradas a portar armas, llenas de callos y deformidades. Se
encontraban heridos indudablemente aunque aguantaban el tipo estoicamente sin
quejarse, acostumbrados a tales avatares y miraban serios al semiorco que se
desembarazaba de las nieblas de la inconsciencia.
-Te quedará un buen chichón –dijo uno de ellos cuando Buluc
se llevó la mano a la terrible herida de su cráneo-. Es un milagro que sigas
vivo tras semejante golpe.
Buluc lo miró desenfocado, recordando la batalla que lo
había hecho acabar en aquella situación. Cuando fue a hablar comprobó que tenía
la boca pastosa y le costó emitir sonido alguno.
-Mi dios no ha dispuesto que llegue mi hora –susurró,
articulando con dificultad.
Tras estas palabras, musitó una plegaria a Gorum, pidiendo
curación para su maltrecho cuerpo pero apenas las palabras salieron de sus
labios, Buluc las notó vacías, faltas de poder y de sentido y supo que no
obtendría respuesta del dios de la batalla.
-No te canses semiorco –dijo desde la otra celda el clérigo
de Iomedae, contemplando la escena y adivinando las intenciones de Buluc-. Aquí
Gorum no puede escucharte. Ni Iomedae. Ni ningún otro dios. Tampoco funciona la
magia arcana, si tu compañero elfo se lo está preguntando. Estamos bajo los
efectos de algún tipo de campo antimagia y uno poderoso además. Está todo bien
atado.
-¿Campo antimagia? –preguntó Drell a su compañero de celda.
-Así es hijo, es una zona donde no funcionan ni hechizos ni
plegarias. Deben poseer algún tipo de artefacto del cual emana dicho campo,
puesto que el hechizo del mismo nombre tiene una duración finita y en ningún
momento hasta ahora he podido comunicarme con mi diosa, por mucho que lo haya
intentado.
-¡Parece que sabes mucho sobre esto! –gritó el hombre
vociferante, fuera de sí.
-¿Dónde estamos? –inquirió el monje, haciendo caso omiso del
enajenado grito.
-Todos somos prisioneros de Absalom, todos caídos en la
batalla que se desató tras caer la muralla del puerto aunque las mujeres ya
estaban aquí cuando nos trajeron. Vosotros y algunos otros estabais inconscientes
al llegar y os arrojaron a estas celdas. Algunos murieron y los sacaron cuando
repararon en ello, que suele ser cuando vienen a alimentarnos, una o dos veces
por día. Nos encontramos a bordo de un barco en el que embarcamos hace casi dos
días y que se dirige a un destino incierto aunque si hemos conservado la vida
apostaría a que nos van a vender como esclavos así que Cheliax es la opción más
plausible. Por cierto –agregó tras una pausa para tomar aliento-, mi nombre es
Lair.
-Drell –repuso el monje dubitativo tras la perorata del
anciano. Se notaba que había tenido tiempo para pensar-. ¿Están bien estos
hombres?
Drell se dirigió al fondo de la celda, donde se hallaban
tendidos los dos hombres malheridos, bajo la atenta mirada del individuo de la
cara amoratada.
-Los trajeron heridos de consideración pero los curan cada
día –dijo el anciano, de nombre Lair-. No obstante, las condiciones insalubres
de esta bodega no son ideales para la recuperación. El hombre de aquella celda
está en peores condiciones. No creo que resista al viaje.
-¡Y nos matará a todos! –volvió a gritar el hombre nervioso,
agarrado a los barrotes de su jaula-. ¡Está enfermo joder, es que no lo ven!
-¡Cierra la bocaza! –le espetó uno de los guerreros de su
propia celda, con una mirada cruel.- ¡O acabarás peor que él!
La amenaza pareció surtir efecto pues el hombre se volvió
asustado y se acurrucó en el rincón de la jaula más alejado de los otros dos
individuos, mirándolos con rostro de auténtico pavor.
Drell por su parte examinó los vendajes de los hombres
heridos de su celda. Estaban aceptablemente limpios aunque le humedad de aquél
sótano hacía que las heridas estuvieran maceradas y con aspecto infectado. Al
verlas comprendió que pese a los cuidados que les proporcionaban si no salían
pronto de esa celda morirían irremisiblemente.
De pronto, una puerta que quedaba justo en el linde del
círculo de luz proyectado por el candil se abrió, dando paso a dos hombres de
aspecto patibulario que portaban tres cuencos de comida y sendas jarras de
agua. Dejaron un gran cuenco y una jarra delante de cada celda y examinaron a
los heridos desde fuera. Al llegar a la celda de Buluc y ver al moribundo
murmuraron entre si y uno de ellos salió fuera, para volver al poco tiempo con
cuatro hombres más de su misma calaña, armados con porras y sables. Uno de
ellos se acercó a la puerta y sacó un manojo de llaves.
-¡Atrás, al fondo de la celda! –ordenó el de las llaves, a
la par que dos de los gorilas asestaban estocadas al aire para hacer retroceder
a los presos.
Cuando se hubieron amontonado en el fondo de la celda, para
angustia del alborotador que se orinó encima al verse tan cerca de sus
compañeros de celda, abrió la celda y entraron dos hombres mientras los de los
sables los mantenían a raya y se llevaron al hombre moribundo, cerrando la
puerta en cuanto hubieron salido. Antes de irse, empujaron sin ningún cuidado
el cuenco de comida y la jarra de agua para dejarlos al alcance de los presos y
derramando parte de su contenido por el suelo. Los hombres de las jaulas comieron
en silencio el guiso de pescado una vez se hubieron ido los carceleros, turnándose
la única cuchara y pasándose la jarra de agua. Drell y Lair trataron de hacer
que los heridos de su celda tomaran algo del guiso mientras el hombre
silencioso aceptaba su parte cuando le tocaba sin pronunciar palabra. Las
mujeres de la celda de Kervar miraron con asco al resto de reos que comían con
avidez y compartían la cuchara y la jarra pero acabaron aceptando el cuenco que
les pasó el elfo tras haber saciado algo su apetito, vencida su reticencia por
el hambre atroz que sentían.
Durmieron como pudieron aquella noche, acurrucados los unos
contra los otros para protegerse del frío infame que invadía la bodega, salvo
Kervar que durmió en un rincón solitario en su celda. Al día siguiente los
compañeros de Drell seguían vivos. A primera hora entraron de nuevo unos
hombres y los sacaron de sus celdas, devolviéndolos al cabo de un tiempo con
los vendajes cambiados. Drell se dirigió a los carceleros cuando volvieron con
los heridos.
-Deberían trasladarlos, el hacinamiento y la humedad son
perjudiciales para ellos. Si pasan más tiempo aquí morirán.
Sus guardianes lo miraron como quien mira a un animal
inmundo e hicieron caso omiso de las palabras del monje. Depositaron a los
heridos en el interior de la celda sin ningún cuidado y se marcharon como
habían venido.
El resto del día transcurrió de forma anodina. Kervar se
divirtió como pudo intentando galantear a sus compañeras de celda pero las
susodichas no parecían tener muchas ganas de jarana y se dedicaron a contestar
fríamente al elfo. Buluc se sentía algo mejor aunque le dolía la cabeza
terriblemente y aún se mareaba si movía la cabeza bruscamente de modo que pasó
la mayoría del tiempo tumbado en el suelo de su celda. Drell se dedicó a
meditar, sentado solo en un rincón de su celda, con las piernas cruzadas y los
ojos cerrados. El balanceo casi rítmico del barco ayudó a su propósito y antes
de que se diera cuenta la puerta de la bodega volvió a abrirse. Un individuo
bajo y algo enclenque entró por ella, con una pluma y un pergamino sobre una
tablilla y acompañado de varios de los hombres que acostumbraban a visitarles
para la comida portando cadenas y grilletes. En primer lugar se dirigieron a la
celda de las mujeres y ordenaron a Kervar que se quedará al fondo mientras que a
las aristócratas las hicieron formar en fila y salir de la celda, colocándoles
conforme salían los grilletes en las manos. En cuanto estuvieron fuera de la
jaula las sacaron de la bodega de forma ordenada. El hombre iba haciendo una
serie de anotaciones y cuando hubo terminado se dirigió a la celda de Buluc. Al
mismo tiempo entraron más hombres en la estancia, unos con grilletes y otros
con porras y espadas. Hicieron salir a los hombres de uno en uno y repitieron
la operación, engrilletándoles según iban saliendo. Repitieron la operación con
la celda de Drell, colocando grilletes también a los soldados malheridos y, por
último, sacaron a Kervar. Les hicieron formar una ordenada fila y desfilaron
hacia la puerta de la bodega.
Al salir, la claridad diáfana del mediodía les alanceó los
ojos y todos los presos, después de los días pasados a la luz trémula del
candil, tuvieron que echarse las manos al rostro para protegerse los ojos. Sus
captores les hicieron caminar a ciegas, tropezando unos con otros pero al cabo
de unos minutos la vista se les fue acostumbrando a la luminosidad y la visión
que contemplaron los dejó sin aliento. Penetraban en ese momento al puerto de
una gran ciudad, traspasando los espigones que marcaban la amplia entrada por
la que circulaban con holgura casi cuatro naves en paralelo. Más adelante se
podía atisbar un bosque de mástiles de todas las formas y alturas, coronados
con las más diversas enseñas que pintaban de múltiples colores el ajetreado
puerto. Tras un vistazo se podía observar que los colores predominantes eran el
azul celeste de Absalom y el rojo y negro de Cheliax. Efectivamente, casi por cada
bandera con el ojo alado había otra con las espadas inversas y el escudo de
Cheliax. Extrañado de esta asociación, Lair rebulló inquieto.
-Que me aspen si entiendo que ha llevado a Absalom a aliarse
con los siervos del Infierno –musitó-. Fue una sorpresa ver a los Caballeros
Infernales combatiendo a su lado en Andoran pero esto traduce una alianza a una
escala superior.
- ¡Silencio!
Un oficial se llegó hasta su posición y golpeó al anciano en
la cabeza, haciéndole caer. Drell le ayudó a incorporarse, cuando oyó una voz
queda que susurraba su nombre. Agachado como estaba, sosteniendo a Lair, Drell
miró sobre su hombro. El hombre callado de su celda, con aspecto grave, se
encontraba detrás suya y con una mirada le hizo saber que era él quien le
llamaba. Cuando se irguió, el monje se rezagó un tanto para estar más cerca de
él.
-¿Ves a aquél caballero sobre la cubierta de proa? –le
preguntó con voz casi inaudible.
Drell asintió con la cabeza.
-Me jugaría el cuello a que ese objeto que cuelga de su
cinto es la fuente del campo antimagia del que hablaba el anciano –continuó-.
Creo que puedo encargarme de él.
¿Estarías tú y tus amigos dispuestos a luchar por salir de aquí?
Drell se volvió más para mirarlo. El hombre lo miraba con el
rostro circunspecto, detrás de las numerosas cicatrices que exhibía. Se giró
para observar el objeto al que se refería, que era una esfera de superficie
lisa y negra como el carbón que colgaba a la altura del muslo de un Caballero
Infernal que vociferaba órdenes sin parar, sujeta con una maraña de cadenas.
Volvió a mirar a la cara al individuo: por lo visto no fanfarroneaba.
-Lucharemos. Pero antes debo advertirles.
Ahora fue el turno del otro para asentir. Les llevaron a
todos hacia la mitad de la nave, mientras la tripulación se preparaba para la
maniobra de atraque. Los soldados y guardias se distribuyeron estratégicamente
alrededor de los prisioneros, con varios Caballeros Infernales dirigiendo a la
soldadesca. Drell se abrió paso hasta donde estaban Buluc y Kervar y les
comunicó lo que su compañero de celda le había propuesto. Como había supuesto,
ambos estuvieron de acuerdo con el plan.
-Nuestro equipo –susurró el elfo- debe encontrarse en ese
baúl a proa.
Con la cabeza señaló un enorme arcón que en ese momento
transportaban entre dos marineros hacia la proa del barco. Dado que la cubierta
en esa parte de la embarcación ocupaba una posición más elevada respecto a
donde ahora se encontraban, el mueble era perfectamente visible.
-Y ese tío debe tener las llaves de los grillos –Buluc
señaló a otro Caballero Infernal, que pululaba por la cubierta de babor.
-Así me gusta –dijo Kervar con una media sonrisa-. Esto es
un equipo.
Drell buscó al hombre de la celda con la mirada, para
descubrir que no había dejado en ningún momento de observar sus movimientos.
Cuando sus ojos se cruzaron, realizó un leve movimiento con la cabeza, dando a
entender que estaban preparados. El otro se movió despacio rodeando al grupo de
presos, hasta quedar situado a unos pocos metros del caballero que portaba la
esfera.
La embarcación, que llevaba izada la bandera chelia,
navegaba despacio con las velas medio recogidas esperando su momento para
acercarse a alguna de las innumerables dársenas que ofrecía el inmenso puerto
de Absalom, pues sin duda arribaban a la Ciudad del Centro del Mundo. Tras las miles
de embarcaciones fondeadas, se atisbaba la gran urbe, con el capitel de la catedral
que, según la tradición daba cobijo a la Piedra Estelar sobresaliendo como un
faro por encima del resto de edificios. En un momento dado, el Caballero Infernal
se acercó a la borda apoyando una mano en la balaustrada. En ese instante, el
hombre de la celda soltó un gruñido e inició una corta carrera hacia su
objetivo y, cuando estuvo a punto de colisionar con él, bajó los brazos
impactando con su hombro derecho en el bajo abdomen del caballero e incorporándose
bruscamente lo hizo volar por encima de la baranda. El grito que profirió al
caer hizo que todo el mundo se girarse hacia donde se encontraban los presos. Sin
perder un segundo Kervar, que notaba de nuevo la magia fluir por su interior,
realizó un leve movimiento de su mano y el manojo de llaves que colgaba del
cinto del Caballero Infernal que se encontraba al otro lado de la nave comenzó
a flotar hacia su mano extendida. Sin
embargo, cuando las llaves se habían separado apenas unos centímetros, el
movimiento cesó de pronto y, consternado, el mago se dio cuenta que las llevaba
sujetas al cinturón con una cadena metálica y que la fuerza del hechizo no iba
a ser capaz de romper los eslabones. Las llaves quedaron un momento suspendidas
en el aire con la cadena que las unía a su propietario tensa como una cuerda de
arpa pero cayeron cuando el elfo canceló el encantamiento. Drell, al ver
fracasar a su compañero, salió del grupo veloz como un rayo y realizando un
salto prodigioso hacia el Caballero Infernal, apoyó una pierna en su pecho y lo
lanzó hacia atrás con una fuerza descomunal. Aprovechando el impulso, realizó
un salto mortal hacia detrás a la par que echaba mano del manojo de llaves. La
cadena se hizo añicos a causa de la fuerza del golpe y el caballero atravesó la
balaustrada de madera, cayendo al mar mientras profería un grito de puro
terror. Tras aterrizar con las llaves en su poder, Drell tuvo que girar las
muñecas en un ángulo extraño para conseguir liberarse pero cuando los grilletes
se abrieron y cayeron sobre la cubierta se sintió infinitamente más ligero,
como si se hubiera librado de un peso mucho mayor del que representaban las
argollas de acero. A su alrededor, el barco había estallado en el caos más
absoluto.
Lair elevó su poderosa voz de barítono en una plegaría
rítmica y todos los que estaban a su alrededor sintieron la gracia de Iomedae
penetrando en sus cuerpos y eliminando los vestigios de la fatiga y las heridas
recientes. Kervar y Buluc, aprovechando la confusión, se dirigían rápidos como
centellas hacia proa, con el objetivo de alcanzar el arcón donde estaban sus
pertenencias, cuando un individuo de tez cetrina les cortó el paso blandiendo
un alfanje. Casi sin renunciar a la carrera, Kervar levantó las manos que aún
llevaba unidas y le lanzó un golpe telequinético que impactó en el sorprendido
soldado, haciéndole trastabillar unos cuantos pasos hacia atrás. Buluc lo
embistió con la cabeza en una carga salvaje, quitándoselo de en medio y siguieron
corriendo como alma que lleva el diablo entre el torbellino de cuerpos que
luchaban en cubierta. Un individuo salió de entre la multitud pillando al elfo
y al semiorco por sorpresa. Buluc, que iba en cabeza, apenas si lo vio pasar
pero Kervar se lo encontró de frente y apenas tuvo tiempo para apartarse cuando
su enemigo blandió una porra de madera en dirección a sus costillas. El crack
que se escuchó fue terrible y Kervar se dobló y vomitó, presa de un terrible
dolor. Si no cayó fue gracias a la adrenalina que fluía por sus venas y a la
determinación que se reflejaba en su cara pero si clavó la rodilla en tierra,
rodeándose el torso con los brazos y jadeando con dificultad. Buluc frenó su
carrera y se dio la vuelta para auxiliar a su compañero cuando un rayo de luz
abrasadora surgió de entre la muchedumbre y alcanzó al soldado de la porra en
mitad de la cara derritiendo sus facciones como si fuesen de un muñeco de cera.
Con un alarido indescriptible, el desdichado se echó las manos a la cara, cayó
a cubierta y rodó un par de veces antes de quedarse completamente inmóvil.
Buluc levantó la mirada de aquel dantesco espectáculo para ver a Lair con el
rostro circunspecto y la palma levantada apuntando en dirección del soldado
derretido. Agachó la cabeza en señal de respeto, dio la vuelta y siguió
corriendo hacia la proa.
Drell observaba el desarrollo de los acontecimientos desde
su posición y observó como Kervar era golpeado. Tenía además sus propios
problemas pues varios soldados habían visto su movimiento y se acercaban hacia
su posición, desplegándose para rodearlo. Corrió con las llaves en la mano y se
acercó a la balaustrada de babor, apoyándose en ella dispuesto a saltar por
encima de aquellos que se acercaban con aviesas intenciones, cuando la baranda cedió
bajo su peso y se precipitó hacia las olas. Con un esfuerzo ímprobo, en el
último momento consiguió asirse al borde, evitando la caída y de paso sujetando
el manojo de llaves que caía sin remisión al mar. Sin perder un segundo se
rehízo y subió de nuevo a cubierta con un salto poderoso, esquivando a sus
atacantes. Lanzándose a la carrera, asió un cabo que colgaba cerca suyo, tomo
impulso y se plantó al lado del elfo en un santiamén, si bien, al aterrizar ya
le esperaban varios de los tripulantes armados que se cernieron sobre él apenas
puso el pie de nuevo en la madera de la cubierta. Se defendió como gato panza
arriba pero no pudo evitar ser alcanzado por varios de los golpes que le
llovieron desde todas direcciones. A su vez golpeó al azar en varias ocasiones,
impactando casi siempre en su objetivo pero con fuerza insuficiente como para
causar verdadero daño y, cuando estaba resignado a abrazar a las tinieblas una
vez más, vio brillar un resplandor y escuchó silbar el espadón de Buluc. Se oyó
un chasquido húmedo y la sangre salpicó la cubierta. Levantó la vista en el
momento preciso para esquivar el cuerpo decapitado que caía sobre él. El resto
de soldados se giraron para enfrentarse al semiorco mientras Drell le lanzaba
las llaves y reanudaba la ofensiva, golpeando esta vez con mayor eficacia
consiguiendo abatir a un enemigo con una ráfaga de golpes de sus puños. Una vez
Buluc se hubo liberado no tuvieron ningún problema para acabar con el resto de
enemigos y por un instante se quedaron solos en el centro de la cubierta, como
en el centro de un huracán con el caos del pequeño motín que habían originado
girando a su alrededor. Recogieron a Kervar, que aún seguía consciente, y se
encontraban buscando una salida cuando una voz los llamó desde el mar.
-¡Drell! ¡Semiorco! ¡Saltad del barco!
En dos zancadas, Drell se asomó por la borda de estribor.
Sobre una chalupa, Lair, el sacerdote de Iomedae y el hombre callado de la
celda de Drell que había instigado la revuelta, maniobraban debajo del casco y
les hacían señas para que saltaran.
-¡Trae a Kervar! –dijo Drell.
Con una patada, desenrolló un cabo que estaba tirado en
cubierta cerca suyo y lo lanzó por la borda. Su longitud apenas alcanzaba hasta
la mitad del casco pero se agarró a él y se lanzó por la borda, saltando a la
barca limpiamente cuando llegó al extremo del cabo, que oscilaba a unos 3
metros por encima del agua. Desde abajo, esperaron lo que les pareció una
eternidad antes de ver como Buluc arrojaba el cuerpo del elfo sin ninguna
delicadeza por encima de la balaustrada. Cayó al agua cerca de la barca con un
sonoro impacto y lo sacaron del agua entre todos sin mayores problemas. Cuando
subían a bordo al empapado y dolorido mago se oyó otra salpicadura importante y
una ola considerable los empapó a todos e hizo zozobrar la pequeña embarcación.
Sorprendidos miraron hacia arriba y vieron a Buluc saltar de la nave ignorando
el cabo que había tendido el monje y sumergirse en el agua para emerger
segundos después cargando con el cuerpo sin vida de un Caballero Infernal.
-Me siento desnudo sin llevar metal encima –respondió jocoso
Buluc a la pregunta silenciosa formulada por las miradas perplejas de sus
compañeros.
La embarcación era suficientemente grande para contenerlos a
todos pero el peso extra de la armadura hacía que bogar fuera particularmente
penoso. Drell relevó a Lair de su puesto en los remos y entre él y el hombre de
las cicatrices en el rostro, se alejaron de la nave esclavista que los había llevado
hasta allí. Buluc, por su parte, se dedicó a la tarea de despojar al soldado de
su armadura y, cuando hubo terminado, arrojó el cuerpo inerte por la borda sin
ningún miramiento. Nadie habló mientras se encontraban a bordo de la chalupa,
remando hacia una playa vecina que se encontraba extramuros de la magnífica
ciudad que se alzaba a pocas millas de su posición y vigilando nerviosos
esperando que en cualquier momento los interceptara cualquier barco de la
guardia del puerto. Pero por esta vez la fortuna estuvo de su parte y consiguieron
alcanzar la orilla arenosa sano y salvos y, aparentemente, sin ser vistos.
Cuando pusieron los pies en la arena y sacaron la barca del
agua contemplaron la playa en la que habían desembarcado sobre la que se alzaba
imponente un alcázar bien cuidado y aparentemente en pleno funcionamiento. Sus
robustas murallas aparecían íntegras y por sus almenas pudieron observar los
paseos de los guardias que patrullaban ocasionalmente. No obstante, nadie dio
la voz de alarma así que, prevenidos contra una posible visita de aquellos
soldados, se apresuraron a camuflar la pequeña patera como pudieron a los pies
del acantilado que delimitaba la playa, entre algunos matorrales bajos que
crecían a poca distancia de la arena.
-Es el Fuerte Guardaestrella –explicó el hombre taciturno
mientras trasladaban el bote-. Se ocupan de la defensa de la ciudad y de hacer
cumplir la ley entre sus muros. A poco más de una milla hacia el norte se
encuentra Dawnfoot, un pequeño asentamiento que alberga a los ocupantes del
fuerte y sus familias.
-Pareces saber mucho sobre esta zona –le espetó Kervar, ya
recuperado gracias a la intercesión de Buluc y de su dios del hierro.
-Si bueno… -titubeó, como si dudara seguir hablando.
Finalmente pareció decidirse-. En fin, creo que deberíamos empezar por el
principio. Mi nombre es Duncan Aslak y soy un Caballero del Águila.
Los compañeros ocultaron su sorpresa, no así Lair que lo
miró con ojos fijos. Los Caballeros del Águila eran una facción de soldados de
élite dependientes del gobierno de Andoran que se dedicaban a preservar y
difundir los principios de la revolución andorana como el gobierno popular, el
libre comercio y la libertad individual. Operaban tanto dentro de las fronteras
de Andoran, cooperando con las fuerzas armadas protegiendo las fronteras y las
rutas comerciales, como fuera de ellas, llevando la filosofía andorana a otras
gentes y tratando de detectar y eliminar a quienes amenazan la seguridad de su
nación y luchando contra el comercio de esclavos.
-Fui capturado como vosotros en la batalla que tuvo lugar
tras la muralla del puerto –prosiguió Duncan-. Como Caballero que soy, acudí a
la defensa de la zona cuando supe del ataque pero lo cierto es que la misión
que se me había encomendado era otra bien distinta. Leird, el hijo de su
Excelencia Codwin I de Augustana, Elegido Supremo de Andoran, ha desaparecido.
De nuevo Lair dio leve respingo al conocer la noticia.
-Se encontraba realizando maniobras en el puerto cuando
comenzó el ataque –explicó el Caballero andorano-. De hecho, se puede
considerar el detonante de la invasión a Almas pues su barco fue tomado y
llevado fuera de puerto justo antes de que avistáramos las primeras naves
enemigas. Así pues, mi deber es encontrar y traer de vuelta al hijo del Elegido
Supremo y Absalom parece el sitio idóneo para empezar a buscar.
-Como si no tuviéramos bastante cosas de las que ocuparnos
–resopló Buluc por lo bajo.
-No os pido que cumpláis la misión que me ha sido
encomendada, si no que conozcáis la situación por si podéis echarme una mano
–contestó Duncan algo airado.
-Por supuesto, ayudaremos –terció Kervar, conciliador-. Lo
que quería decir mi compañero es que nosotros también tenemos nuestro propio
cometido.
-Me hago cargo.
Tras esta introducción algo tensa se sucedieron las
presentaciones pertinentes y el elfo procedió a relatarles en breves palabras
lo ocurrido desde su llegada a Almas. Contó cómo fueron contratados para
eliminar a un supuesto espía que conspiraba para Absalom y como al final
descubrieron que el espía era aquél que les había contratado. Describió su
batalla contra él en el templo de Aroden bajo las calles de Almas, su
entrevista con Magnus, paladín de Iomedae, y su acuerdo para encontrar y
devolver aquello que fue sustraído del templo. Por último, les narró cómo
fueron hechos prisioneros en la batalla del puerto.
-Conozco a Magnus –dijo Lair, apenas concluyó el relato-. Es
un hombre justo y piadoso, si sois sus aliados ayudaré en todo lo que esté en
mi mano.
-Y nosotros lo agradecemos, sacerdote –contestó Kervar cortésmente.
-Deberíamos pensar en nuestro siguiente paso –intervino Drell,
pragmático.
-Tiene razón –asintió el elfo-. Debemos pensar un plan a
seguir aunque creo que lo más lógico parece tratar de infiltrarnos en la ciudad
para recabar información.
-Ahora mismo está bajo ley marcial, así que entrar y salir
de Absalom no va a ser cosa fácil –replicó Duncan-. Pero tenéis razón, creo que
es lo mejor que podemos hacer. Solo tenemos que pensar cómo hacerlo.
Hubo unos instantes de silencio, cada uno rumiando para si
sus propias opciones. Al cabo de un minuto, Drell volvió a hablar.
-Podríamos servirnos de eso –señaló la armadura de caballero
infernal, que Buluc había envuelto en una manta.
Todos miraron primero a Drell y después a la armadura,
entendiendo al punto las intenciones del monje.
-¡Pues claro! –exclamó Lair-. El semiorco puede hacerse
pasar por un oficial y nosotros por sus prisioneros.
-Es arriesgado, pero podría funcionar –aprobó Duncan tras
meditarlo unos instantes-. Déjame echar un vistazo a esa armadura.
El caballero andorano la examinó ordenando las piezas sobre
la manta.
-Parece que pertenecía a un caballero de la Orden del Clavo,
una facción de los caballeros infernales dedicada al descubrimiento, caza y
castigo ejemplar de delincuentes o aspirantes a ello. Conozco el nombre de algún
miembro de dicha Orden, de modo que sí, vuestro plan puede ser factible.
La tarde se les echaba encima, con el sol ocultándose y menguando
sobre el acantilado que cercaba la playa. Los tonos púrpuras que iba
adquiriendo el cielo se reproducían en las calmadas aguas de la bahía, cada vez
más oscuras. Acondicionaron la barca en la que habían arribado como vivac y se
repartieron los turnos de guardia. Muertos de hambre y de frío, durmieron lo
que pudieron en aquella solitaria extensión de arena, pese al suave arrullo del
mar acariciando la arena de forma suave y constante.
Al día siguiente decidieron caminar por la orilla para no
dejar huellas hasta que pudieron abandonar la playa, que dio paso a una suerte
de terreno agreste, primero árido, cubierto de matorral bajo y más adelante tapizado
de hierbas altas. La topografía del terreno les ayudó a pasar desapercibidos,
máxime teniendo en cuenta el ruido que producía el semiorco portando la
armadura en el improvisado hatillo. Drell avanzó por delante para evitar
encuentros desafortunados y pudo comprobar que el asentamiento del que había
hablado Duncan, el pueblo que había llamado Dawnfoot, bullía de actividad y se
encontraba fuertemente militarizado, con presencia de numerosas patrullas que
pululaban por los alrededores. Consiguieron progresar sin ser vistos y, de esta
forma, alcanzaron un bosquecillo de árboles de hojas recias, coriáceas, que
proporcionaba sombra y cobijo y que se encontraba lo suficientemente cerca de
una de las puertas de la ciudad para que decidieran detenerse.
-Drell y yo iremos por delante para comprobar el nivel de
vigilancia –anunció Kervar-. Buluc, podrías aprovechar para ir poniéndote la
armadura, así también podréis valeros de ella si os descubren aquí.
Sin esperar respuesta, los dos compañeros se deslizaron sin
hacer el más mínimo ruido entre los troncos de los árboles. Anduvieron por una
pradera ondulante, sin protección alguna, durante casi un kilómetro, temiendo a
cada paso un encuentro desafortunado pero, por suerte, el tránsito por aquella
zona parecía ser bastante reducido. Algún destacamento no demasiado numeroso que
recorría en ambos sentidos el camino que llevaba desde la puerta oriental de
Absalom hasta Downfoot pero fuera de él no encontraron ningún problema y
pudieron avanzar hasta la puerta de la ciudad sin sobresaltos. Se apostaron
entre la maleza en un lugar desde donde podían vislumbrar la barbacana situada
frente a la entrada, guardada por una patrulla bien armada y pertrechada. El
escaso tráfico del camino hizo que tuvieran que esperar casi una hora hasta que
la primera patrulla se presentó ante la puerta, tratando de acceder a la ciudad.
Observaron como les daban el alto y conversaban entre ellos someramente. Tras el
breve intercambio de palabras, traspusieron la entrada y no pudieron ver nada
más. Considerando insuficiente la información obtenida, se arriesgaron a
avanzar hasta una posición más cercana, de nuevo ocultos en la maleza. Durante
un largo período de tiempo ninguna patrulla trató de entrar a la ciudad, si
bien salieron varios grupos de soldados, tanto propios de Absalom como de
Cheliax, a cuyo mando iba casi invariablemente un Caballero Infernal. Casi
anocheciendo, una unidad cheliana, con su Caballero Infernal al frente, llegó
por el camino y se detuvo frente a la barbacana. Se produjo el habitual
intercambio de palabras, que no pudieron oír, y vieron como al pasar por la
primera defensa, se detenían en una segunda estructura defensiva, situada en el
interior de la muralla y eran minuciosamente registrados.
-Parece que se lo toman en serio –murmuró el elfo, socarrón.
-Deberíamos regresar –fue la lacónica respuesta de Drell.