Al sonido de las campanas le siguió el caos en las calles.
Hacía tan solo 45 años de la Revuelta Popular y los horrores de la guerra aún
estaban presentes de forma latente en la capital andorana. El desconcierto dio
paso a la histeria y en poco tiempo la ciudad se llenó de gente corriendo,
establecimientos que cerraban apresuradamente y gritos confusos, coronado por
el sonido de impactos de catapulta que llegaban amortiguados. Los tres compañeros
trataron de averiguar la naturaleza y procedencia del ataque pero nadie fue
capaz de decirles nada medianamente coherente.
No obstante, la relativa
tranquilidad de la zona donde se encontraban y la procedencia lejana de los
estruendos inconfundibles de la guerra permitían ubicar el desarrollo de la
batalla en un lugar alejado de su posición actual.
-Probablemente estén atacando por mar –razonó Buluc,
repentinamente animado ante la perspectiva de una batalla a gran escala-. Si
tenemos en cuenta los últimos sucesos parece clara la identidad de los
atacantes…
El semiorco se refería a Absalom, la ciudad considerada como
el centro del mundo. Ubicada en la isla de Kortos, en el extremo oriental del
mar Interior, su flota era una de las más potentes del mundo conocido. Según la
leyenda, pese a haber sufrido numerosos ataques y asedios nunca había caído
bajo ataque enemigo y la entrada del puerto de la ciudad era un verdadero
laberinto de mástiles y cascos podridos de los barcos que habían osado atacarla.
Además se encontraba relativamente próxima a Almas, por lo que la aseveración
de Buluc no carecía de sentido.
Ahora si que podían observar algunas columnas de humo y
polvo que ascendían desde el sur, como confirmando las palabras de Buluc. Drell
y el semiorco se giraron para mirar a Kervar.
-Pues nos va a pasar cerca –contestó el elfo a la tácita
pregunta-. El medallón me guía hacia el suroeste.
Drell no cuestionó al elfo aunque no tenía ni idea como
diablos sabía la dirección a seguir. Kervar se limitaba a asir el círculo
metálico con una mano y escrutar el aire, como si buscara algo. El elfo comenzó
a andar en la dirección indicada con el semiorco a la zaga, por lo que a Drell
no le quedó otra opción que seguir a sus dos camaradas.
La travesía fue más dura de lo que pensaban. La localización
del ataque se hizo más y más evidente conforme avanzaban, tanto por la
presencia de numerosos señales de batalla procedentes del puerto como por el
río de personas que corrían desenfrenadamente en sentido contrario al del trío.
En alguna ocasión tuvieron que guarecerse en callejones estrechos alejándose de
una alocada turba que huía de la zona atacada, por lo que su avance se hacía
cada vez más penoso. En cada bifurcación o cruce Kervar se detenía, observaba
el espacio con el medallón en la mano y tomaba una dirección concreta, seguido
de los otros dos. Cruzar el Andoshen, el gran río que divide la ciudad en dos,
fue particularmente dificultoso pues solo existían tres puentes para tal fin y
con el pánico se encontraban atestados de gente, pese a que tenían una anchura
de más de 10 metros.
Conforme se acercaban al puerto los signos del ataque se
iban haciendo más evidentes. Aquí y allá ardían edificios, las enormes piedras
lanzadas por catapultas caían cada vez más cerca y la milicia de la zona acudía
al combate.
Corriendo frenéticamente guareciéndose bajo los aleros de
los tejados de la lluvia de minúsculos objetos que caían por doquier, los
compañeros continuaron avanzando con Kervar siempre a la cabeza marcando el
rumbo. En un momento dado, el elfo giró a la derecha por una calle pero Drell
se detuvo en seco pues en su carrera le había parecido escuchar gritos de
auxilio más adelante. En esta zona el fuego se había propagado de forma
generalizada y todos los edificios ardían presa de las llamas en mayor o menor
medida. Drell avanzó de frente en lugar de girar a la derecha como sus
compañeros cuando hasta él llegó la llamada de auxilio que le había parecido
oír sobre el maremágnum de sonidos de la batalla. Por el timbre de voz se trataba
de una mujer o de un niño y, efectivamente, en la ventana superior de un
edificio de dos plantas asomaba la silueta de dos pequeños que no debían llegar
a la decena. Drell corrió hasta situarse bajo la ventana. Al verlo llegar, los
niños prorrumpieron en sollozos de angustia.
-¡Saltad! –gritó. ¡De uno en uno, yo os cogeré!
Los niños se abrazaban muertos de miedo, mirando a aquel
hombre con una mezcla de esperanza y pavor. Una ventana contigua estalló,
lanzando una miríada de cristales al exterior y asustando aún más a los
pequeños, que fueron incapaces de moverse de su posición. Buluc y Kervar
llegaron hasta donde estaba su compañero.
-No se atreven a saltar –les dijo al tenerlos a su lado-.
Voy a entrar.
Se despojó de su camisola y se la anudó sobre la cabeza, de
manera que cubriera su nariz y su boca. De una patada derribó la puerta de
entrada irrumpiendo en el edificio, que ardía por los cuatro costados. En el
interior todo estaba lleno de humo y apenas veía más allá de sus narices. La
temperatura era insoportable y el suelo ardía bajo sus finas alpargatas. Prácticamente
a tientas encontró las escaleras que conducían al piso superior y ascendió por
ellas a grandes trancos. Los escalones se hundían bajo su peso pero su agilidad
y velocidad le permitieron completar el ascenso sin mayores problemas. No
obstante, Drell sabía que bajar por ahí con los pequeños sería otro cantar.
Recorrió la planta superior esquivando las llamas y los escombros que empezaban
a acumularse y localizó la habitación de los pequeños guiándose por sus
sollozos y sus gritos de angustia. Cuando llegó junto a ellos se asomó a la
ventana.
-Creo que voy a saltar –les dijo a sus compañeros-. La casa
se viene abajo y no creo que pueda volver por las escaleras.
-Tranquilo –le contestó Kervar-, te ayudaré con mi magia.
Simplemente salta cuando te diga.
Tras tratar, sin éxito, de tranquilizar a los pequeños los
cogió en brazos y apoyó una pierna en el alféizar, que se descompuso
parcialmente. Los niños pataleaban muertos de miedo pero Drell los sujetaba
firmamente. A la orden del mago, tomó impulso y traspuso la ventana, con los
pequeños abrazados a él con todas sus fuerzas y chillando aterrorizados. Sintió
el cambio en la temperatura del aire cuando comenzó a caer pero inmediatamente
su caída se transformó en un descenso plácido y liviano, como una pluma que cae
del cielo, hasta que sus pies se posaron en el suelo mansamente.
Costó un rato sosegar a los pequeños tras la horrible
experiencia vivida. Cuando por fin se serenaron un poco localizaron una
patrulla de guardias y los mandaron con ellos, sin descubrir su posición pues
querían evitar preguntas incómodas que sin duda no harían más que retrasarles
en su misión. De modo que, tras asegurarse que los niños estaban a salvo,
continuaron su camino del mismo modo que venían haciendo y éste los llevó por
callejuelas cada vez más estrechas.
-Estamos cerca –anunció el elfo.
Se encontraban en una suerte de distrito industrial, con
edificios bajos de grandes patios cercados y con grandes puertas de madera para
descargar las mercancías. Callejeando, llegaron hasta un almacén de dos plantas
sin patio adyacente y con un cartel sobre la puerta parcialmente borrado. En
lugar de dirigirse a la entrada principal Kervar se introdujo por un estrecho
callejón que quedaba a un lateral del almacén. Cuando llegó a la entrada avanzó
con cautela.
-¿Qué pasa elfo? –preguntó Buluc-. ¿No es este edificio? ¿Has
oído algo?
-Algo –concedió el elfo-. Por aquí.
En el callejón solo se veía, entre penumbras, un montón de
basura compuesto por cajas y mantas apiladas sin orden ni concierto. Kervar se
dirigió hacia él, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, como si
olisqueara el aire. Al sobrepasar la montaña de desechos descubrieron un
cadáver. El desdichado hombre iba ataviado con una armadura metálica compuesta
por miles de escamas sobre una casaca roja. Sobre la armadura llevaba el
símbolo de Iomedae, la Heredera, diosa del gobierno, el honor, la justicia y el
valor. Le habían rebanado el cuello y, aunque no debía llevar muerto más de
unas horas, la sangre se había coagulado alrededor de la herida mortal.
-Quienquiera que haya hecho esto se encuentra en el interior
de este edificio –anunció Kervar-. Los acólitos de Iomedae se caracterizan por
su defensa del orden y de la justicia, así que debemos estar prevenidos para
enfrentarnos a cualquier cosa.
Se dirigieron a la puerta principal, cuya cerradura habían
hecho saltar por los aires. Se encontraba semiabierta y la oscuridad en el
interior era total. Kervar y Buluc penetraron en ella sin ningún reparo pero en
cuanto Drell dio unos pasos en el interior del recinto se paró en seco.
-A diferencia de vosotros, no puedo ver nada en esta oscuridad
–proclamó en voz queda-. Si quiero seguir voy a tener que encender una antorcha
aunque nos convierta en blancos fáciles.
Rebuscó en su morral y extrajo yesca y pedernal. Con un
madero y un trozo de tela que encontró cerca suya compuso una antorcha y en
pocos minutos caminaba con ella encendida en una mano para dar alcance a sus
compañeros. Se encontraban en un almacén repleto de cajas apiladas de
diferentes tamaños, formando pilas de diferentes alturas. Entre ellas discurría
una suerte de sendero que de cuando en cuando se ramificaba en distintas
direcciones, de modo que no les quedó otro remedio que recorrer los múltiples
pasillos del edificio en un estado de alerta continuo que les erizaba el vello
de la nuca y hacía que sus músculos estuvieran tensos como los cabos de un
navío. En una de las bifurcaciones encontraron otro cuerpo enfundado en una
armadura idéntica a la del soldado que habían visto fuera. Como su compañero,
este también estaba muerto con varios cortes profundos en su torso y también
había sucedido hacia escasas horas. Continuaron por ese corredor y, tras un
montón de cajas Drell encontró unas escaleras que descendían. El radio de luz
que proyectaba su antorcha no le permitía ver el final de las mismas, de modo
que se quedó quieto en lo alto escrutando la negrura. Kervar y Buluc se
acercaron a él y aguzaron el oído y la vista.
-No se ve el fondo –comentó Kervar-.
-Y no se oye nada –añadió Drell.
-Pues bajemos –añadió Buluc echando a andar.
Hacía un ruido
similar al de un ejército marchando con todo el hierro que llevaba encima así
que Drell y Kervar bajaron sin muchos reparos aunque inseguros de lo que les
esperaba abajo. Tras una bajada larga, que se prolongó durante lo que les
parecieron horas, las escaleras terminaron súbitamente dando a parar a un
pasillo que también se perdía en la oscuridad. Al cabo de un corto trecho la
antorcha de Drell iluminó unas pesadas puertas de metal, de un grosor
considerable, curvadas hacia fuera de forma drástica y apenas sujetas por la
mitad de sus goznes. Hacía falta una fuerza descomunal para destrozar de ese
modo unas puertas como aquellas y los compañeros se miraron preocupados, cada
uno imaginando para sí quien podría ser el responsable de dicha hazaña. Al
franquear la puerta doble se tropezaron con otros dos soldados de Iomedae, que
no habían corrido una suerte diferente a la de sus colegas. Uno de ellos tenía
la cabeza aplastada como una ciruela madura y el otro exhibía un corte que
abarcaba toda la superficie anterior del cuello. Cuando Drell se acercó a uno
de los cuerpos oyó una seca advertencia con la grave voz de Buluc:
-¡Cuidado!
Instintivamente, el humano saltó hacia atrás cuando un
virote se clavó en el lugar que ocupaba un instante antes. Habían dado a parar
a una especie de plaza subterránea, de unos 20 metros de diámetro y con una
estatua en su centro. Drell corrió a guarecerse tras ella, inseguro de la
procedencia del disparo y se acurrucó mirando a su antorcha, sabedor de que era
un objetivo fácil con ella pero incapaz de abandonarla en aquel oscuro lugar.
Kervar y Buluc, capacitados para ver en la penumbra, si habían localizado al
atacante, semioculto en uno de los extremos del perímetro. Para consternación
de la pareja, detectaron además a una figura encapuchada que corría sigiloso
hacia la posición de Drell, avanzando por el medio de la plaza pero oculto a la
visión del humano gracias a la propia estatua. Kervar se encaró con el
siniestro personaje que había disparado a Drell, que se hallaba recargando la
ballesta con la que había efectuado el disparo. Sin perder el tiempo, pues el
individuo ya levantaba el arma apuntándole esta vez a él, el mago lanzo por el
aire un puñado de pétalos de rosa a la vez que murmuraba palabras de arcano
poder. Su adversario titubeó un instante y después cayó al suelo, presa del
sueño mágico. Buluc corrió inmediatamente hacia Drell y hacia el otro sicario,
a la vez que desembrazaba su enorme espadón y gritaba de nuevo una advertencia
al humano. Éste salió de su escondite a tiempo para esquivar la estocada que
iba destinada a su cabeza, rodando por el suelo y aprovechando el impulso de su
atacante para, asiéndolo del brazo, lanzarlo por los aires con una llave. El
encapuchado fue a aterrizar a los pies de Buluc quien no desaprovechó la
oportunidad y acabó con su vida de un mandoblazo.
Kervar, por su parte, había conseguido maniatar al otro
sicario, que se había despertado y se agitaba intentando liberarse.
-Bien hecho elfo –gruñó Buluc-. Interroguémosle. Conozco
algunas técnicas muy efectivas…
Kervar meneó la cabeza, interrumpiendo la diatriba de su
compañero.
-Imposible. Le han cortado la lengua.
El semiorco enarcó sus pobladas cejas y, encogiéndose de
hombros, sacó su daga y le cortó el cuello al esbirro sin pestañear. Kervar y
Drell se miraron de forma significativa pero, aunque menos inclinados a
acciones violentas, comprendieron la idoneidad del acto de su compañero.
Cuando se incorporaron, Buluc se acercó a la estatua del
centro de la plaza.
-Es Aroden –dijo en voz alta-, el dios caído de los hombres.
Y aquél debe ser su templo.
El semiorco señalaba con su enorme espadón un edificio que
se alzaba al otro lado de la plaza y que ocupaba prácticamente la totalidad de
la caverna en la que se hallaban. Parecía tener una planta circular y la cúpula
se perdía en las alturas. Disponía de alguna abertura practicada en su fachada
a modo de ventana, inservible en un lugar como aquel, y se accedía a través de
unas dobles puertas de bronce que se abrían a la plaza donde se encontraban. Se
dirigieron hacia allá y en seguida pudieron oír ruidos inconfundiblemente de
batalla que provenían de su interior. Al acercarse a las puertas de bronce,
ricamente talladas con escenas del dios
alzando la Piedra Estelar de las profundidades del Mar Interior,
descubrieron que estaban entreabiertas. Ansioso por participar en la batalla
que se libraba al otro lado, Buluc las abrió de par en par accediendo a una
sala circular de unos 50 metros de diámetro. Dos braseros colocados en un altar
central la iluminaban sobradamente permitiendo ver sobre el ara a dos figuras
que se hallaban combatiendo: una parecía un guerrero santo, un paladín
enfundado en una armadura completa de placas, con un gran escudo en una mano y
una espada larga en la otra. En el escudo se podía visualizar el símbolo de
Iomedae, el mismo que se hallaba tallado en las armaduras de los desdichados
fieles que habían ido encontrando en su descenso hasta este lugar. La otra
figura debía medir cerca de los dos metros y medio. Poseía un torso ancho como
el de un caballo y unas extremidades descomunales, cubiertas por una piel
grisácea y pelo rojizo, tieso como cerdas. La cabeza, pequeña en comparación
con el resto de su cuerpo, tenía rasgos humanoides, aunque las orejas acababan
en punta y unos enormes colmillos sobresalían de su boca, continuamente
entreabierta y por la que goteaba saliva sin cesar. Una espesa mata de pelo
bermejo le cubría el cráneo y le brindaba un aspecto aún más salvaje si cabe.
Manejaba con soltura un espadón similar al que Buluc blandía, utilizándolo en
ocasiones con una sola mano para asestar unos golpes tremebundos que hacían
saltar chispas y dejaban a cada impacto marcas y abolladuras en el escudo del
paladín. Alejado de la confrontación se hallaba otra figura, embozada en una
capa oscura de la cabeza a los pies y que les resultaba familiar. La sorpresa del
trío fue mayúscula cuando al girarse hacia ellos tras irrumpir en la sala
pudieron ver que una máscara de marfil cubría su rostro, recordándoles el
interior, también en penumbra, de un enorme carruaje.
Los dos que combatían sobre el altar, ajenos a otra cosa que
no fuera el adversario, continuaban batiéndose ferozmente. En un momento dado,
el paladín alzó el escudo para detener un golpe lateral asestado con una sola
mano un instante tarde y el tremendo impacto le hizo trastabillar. La enorme
mole lanzó un puñetazo brutal que impactó en el rostro del guerrero de Iomedae,
que quedó visiblemente aturdido. El demonio blandió el mandoble con las dos
manos lanzando un golpe vertical destinado a acabar con la vida de su oponente,
que solo pudo levantar el escudo con las dos manos sin conseguir detener el
golpe, que le impactó en el torso derribándolo como a un muñeco de trapo.
Cuando el encapuchado vio entrar a los compañeros, señaló en
su dirección:
-¡Acaba con ellos! –le espetó a la criatura.